Hoy en el Día del Libro rompí la parsimonia de la cuarentena y organicé una gran fiesta con mis amigos, y fue una reunión clandestina, en confinación, con los libros, autores, cómplices y encubridores de mis ejemplares que atesoro como la única herencia que me dará la vida.
Me dirigí al estante donde siempre están en espera y dispuestos a que una mano amiga les abra el corazón, de par en par, para entregar lo mucho que tienen que dar: Ideas, anécdotas de viajes, vivencia con seres fabulosos, reflexiones sobre la vida y la muerte, en fin, todo aquello que forma parte de la existencia de sus autores.
Porque escribir es morir un poco, me decía un amigo escritor, pero dejar de hacerlo -le respondí- es morir totalmente. ¿Y qué hay de la vida, se puede escribir viviendo en simultaneidad? ¿No es que escribir es vivir la vida en palabras que se vuelven acciones, y también al revés, acciones que inspiran palabras? De no ser así, escribir se convierte en el más sofisticado arte de enajenación.
En mi oficio de periodista también me ha tocado escribir sobre los otros que escriben, y escribir sobre lo que escriben los otros, y en ambos casos, me ha parecido referirme a que los he hallado muy próximos a la vida en plena existencia vivida con exultación, cuando no con sus propias angustias. Lo que en ambos casos resulta estar comprometido con ella, con la vida. Para nada tuve que salirme de sus vivencias y tratar de indagar en lo que no son, ni han sido, ni serán. Cada cual hablaba de sí mismo con la efervescencia que emana de sus experiencias, aunque no fueran auto biógrafos.
Entonces me pregunté, ¿será que la literatura es como esa energía telúrica que emana de un acto de vida, como del volcán el magma? En principio me respondí que sí, y entonces comprendí aquello de “escritores telúricos”. Neruda era uno de ellos, Henry Miller era otro, uno en verso y el otro en prosa, los dos en la poesía de la palabra. En cambio Cortázar era esa tarde de sol en un barrio de Buenos Aires, evocado con la bondad de un arcángel alado, añorado con la ternura de un niño, sin por ello perder esa fuerza, como del huracán el viento. E imaginé a otros escritores con esa misma energía espiritual, generada por un dínamo interior que insuflaba vida vivida, vida por vivir, es decir, la sangre y la esperanza y recordé a Pedro Jorge Vera, tan nuestro y tan universal. Y se me ocurrió que la fuerza no tiene que ser siempre iracunda, a veces una sonrisa tiene mayor potencia que un sollozo, o viceversa, siempre que ambos sean ese gesto freático que emerge del alma.
Y pensé en Abdón Ubidia y la reflexiva literatura de sus referentes universales que él ha tratado siempre de conservar. Y pensé en Iván Éguëz, con su fina ironía de vivir, su sentido del humor lúcido que he percibido en cada gesto suyo, vivido y escrito. Y en todos los casos había un denominador existencial: su compromiso con la vida a partir de que al escribir estaban hablando de sí mismo y desde sí mismos. Sin dobleces, sin imposturas, con la intrepidez de vivir la vida dando la cara, y a veces dando la vida misma. Todos tienen una sabiduría fermentada con la cachaza de muchas jornadas vividas, como fermenta el magma en las entrañas de la tierra. Por nombrar a mis bestseller favoritos…
Y pensé en los otros que escriben, aquellos que por hacerse demasiadas preguntas sin respuestas acerca de su oficio, terminan no escribiendo que es su oficio. Y no falta quienes adjudican al arte de la escritura un efecto ingrato, una satanización intelectual como si escribir fuera una maldición que les ha tocado en suertes para hacerles sufrir lo indecible en el ejercicio de sus habilidades personales o profesionales. Y en lugar del magma afloró de sus entrañas la mala leche del carácter lacerante que les resulta la escritura. Y para hablar de verdad, en mi oficio de periodista me tocó más de alguna vez constatar que algunas luminarias de la literatura local o universal se aferraron a un componente “de dolor y de redención” en la práctica de un oficio que los condenó de por vida a situaciones muy duras o desagradables. Y me dije, cada loco con su cordura fallida, pero también hay locos que no dejarán jamás escapar un gramo de locura.
Criminalizar la escritura equivale a eso. Y por lo demás, esta criminalización aflora, acaso, como un componente que los consagrados ponen en el escaparate donde venden su imagen intelectual. Equivale a esa otra maldición del compromiso de escribir para liberar al hombre o para hacer justicia en un mundo maltrecho y mal hecho por políticos voraces. El “compromiso social” del escritor, tantas veces proclamado como la condición sine qua non del acto de escribir. Vino a mi memoria este instante una afirmación de Cortázar, dicha en una entrevista, que decía más o menos así: Mi único compromiso es escribir y tratar de hacerlo bien, lo otro es parte de mi forma de ser.
Me quedo con la afirmación de mi padre, ese otro gran cronopio, que escribió con un magma a flor de piel: Hay cien razones para no escribir o leer, pero hay mil para hacerlo. Por eso este día organicé esta fiesta telúrica y clandestina con mis amigos que saltaron desde el estante de libros. Porque escribir y leer es una fiesta de vida, aunque muchas veces sea de cara a la muerte. Porque esa exultación es real, aun en el acto humano más deliberado.