Se suele decir que algo es cuestión de vida o muerte cuando se avizoran sus extremos. Quiere decir entonces que la vigencia de esos extremos supone que la soga de la existencia se tensa al máximo, hasta cortarse por el lado más débil, la vida. Y no deja de ser pertinente hablar del tema en estos tiempos, de vida o muerte. En días de pandemia que a cada hora los noticieros hacen el catastro de los caídos, y a cada hora esperamos no oír un nombre familiar en esa nómina interminable. En el impiadoso anonimato de las cifras puede estar el nombre de un amigo, de un conocido…
Pero más allá de que la muerte fuere el término de la vida a causa de la imposibilidad orgánica de sostener el peso homeostático; más allá de los símbolos con que quisiéramos representarla para entenderla, la muerte es un hecho histórico que ha tenido diversas referencias a través del tiempo. En la antigüedad se decía que era un evento que adviene cuando el corazón deja de latir y el ser vivo ya no respira. Sin embargo, Platón reflexionaba que «la muerte es un cambio de lugar para el alma y que cuando una persona moría, el alma se liberaba de la cárcel del cuerpo, para después ir al mundo divino y eterno de las ideas». Para Sócrates, su maestro, la muerte es tan sólo la separación del alma del cuerpo y filosofar es “aprender a morir”. Su discípulo Aristóteles, en cambio, sostenía que el alma es el acto de un sujeto natural orgánico que tiene la vida en potencia: “El cuerpo se ordena al alma como la potencia al acto”, decia el filósofo. Se colige entonces que la muerte, en sentido aristotélico, es la ausencia de esa potencia.
En el medioevo la muerte adquiere un significado mayormente religioso, inspirado en la muerte de Cristo. La muerte es considerada como el final de la vida física pero no de la existencia, una forma de reivindicar la resurrección y, por tanto, la eternidad. Pero además, la muerte tiene un sentido mesiánico en su forma. Se muere en la cruz -forma en extremo violenta de morir- y se muere condenado por expiar culpas propias o ajenas. Pero también se hacía un baile fúnebre que ejercía como símbolo de la igualdad de todos los hombres ante la muerte.
En las culturas ancestrales del Ecuador amazónico, los shuar afirman que hay vida después de la muerte, creen que al matar a un enemigo su espíritu sigue vivo dentro de su cabeza; por tanto, practican la jibarización porque al cortarla primero y reducirla después, el vencedor se apodera del espíritu del vencido.
En la modernidad capitalista heredamos del medioevo una concepción dramática de la muerte. En la cultura cristiano occidental la muerte no es aceptada, a partir de la forma como murió Cristo, máximo paradigma de esa cultura: con todo el tormento físico y espiritual imaginable. Pero a pesar del flagelo, aquello fue solo el tránsito hasta otra orilla donde la resurrección lo condujo a la antesala de la eternidad. Así en la actualidad, vemos a la muerte como un hecho fatal y absoluto que, no obstante, sería el inicio de una nueva vida eterna.
Para los que somos incapaces de concebir dicha eternidad vital, la muerte es un abrupto fin. Acaso por eso suscribimos la afirmación de José Saramago: “No me preocupa la muerte, me disolveré en la nada”. Y el fin no es esperar la muerte en estado inerte, sino que es el andar hacia una mayor profundidad de sí mismo, horadada por la experiencia de la vida, por la sabiduría que caló hondo en el ser, como sosa cáustica vital que decanta todo aquello que de esencial podamos tener los seres humanos. Y en términos existenciales, en esa transitoriedad la muerte invita a invocar lo ausente; la muerte como tiempo presente nos hace añorar el pasado y evocar el futuro. ¿Qué será peor pérdida, lo que ya se vivió, o aquello que ya jamás se vivirá?
El arte de vivir la muerte
Por alguna extraña razón, la vida siempre me mantuvo distante de la muerte. No solo de la muerte propia que, sin embargo, creo haber visto de cerca, sino de esa otra muerte, la de los seres amados. Me enteré de la muerte de mi padre veinte días después, en una carta, y conocí su tumba años más tarde. Y en el caso de la muerte de mi madre, mi cardiólogo me prohibió asistir al funeral porque me ponía en riesgo y me convertiría en un problema y no en una solución. A través del tiempo me ha desgarrado la muerte de amigos, al punto de sobrevivirlos con un surmenage que me duró años. Al borde de su tumba, canté con Miguel Hernández: “Ando sobre rastrojos de difuntos, y sin calor de nadie y sin consuelo voy de mi corazón a mis asuntos. No perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta, no perdono a la tierra ni a la nada”. Me sacudió la muerte de seres iluminados, superiores, que con la creación de una palabra, una imagen o un sonido, nos forjaron el espíritu: fueron para mí un capotazo implacable las muertes de Víctor Jara, de Salvador Allende, de Pedro Jorge Vera, de Luis Eduardo Aute. Algo nos arrebataron con ellos, con su muerte se apagó una luminosidad que nos ayudaba a vivir. Se fueron a paso lento o violento, dejándonos más solos en el mundo.
En la sociedad moderna diversos creadores han representado a la muerte como un arte, se diría, un gesto estético. No son pocos los escritores que se han referido a ella sublimándola. Neruda en sus versos, nos dice:
Muere lentamente quien no viaja,
quien no lee, quien no oye música, quien no encuentra gracia en sí mismo.
Muere lentamente quien no gira el volante cuando esta infeliz
con su trabajo, o su amor,
quien no arriesga lo cierto ni lo incierto para ir detrás de un sueño
quien no se permite, ni siquiera una vez en su vida,
huir de los consejos sensatos…
Entonces cuando nos asalta la sinrazón de la muerte, mortales como somos, coincidimos con García Márquez: “La muerte no llega con la vejez, sino con el olvido”. Ahora que la muerte quiere erguirse como el signo de nuestro tiempo, me niego a coincidir con quien le es indiferente la muerte porque, de algún modo, le es indiferente la vida.