La pandemia del Covid 19 no solo ha develado la debilidad de las instituciones dependientes del sistema estatal, sino también de las organizaciones del aparato productivo dedicadas a la industria y comercioprivado formal, hoy gravemente afectadas por la paralización abrupta de sus actividades. No obstante, una de las pocas actividades sociales que no registra una merma en su accionar es la delincuencia, como otra expresión de la descomposición social que provoca la emergencia.
México, por ejemplo, es una prueba de que las dinámicas sociales se orientan al recrudecimiento de los actos violentos delictivos o al margen de la ley. El país azteca ha visto un incremento en el perfil de los crímenes, aún bajo el estado de emergencia nacional decretado por el gobierno de López Obrador. Asesinatos con señales de ajustes de cuenta en diversas ciudades mexicanas, dan cuenta de miles de crímenes en los últimos días. Según reportes del Sistema Nacional de Seguridad mexicano, más de un millar de homicidios y femicidios se han cometido en el contexto de la emergencia con un promedio de cien asesinatos por día. En enero se registraron 93 y en marzo subió del centenar la cantidad de crímenes como promedio mensual.
La violencia es expresión de un efecto de la emergencia pandémica que provoca, en medio de la inseguridad, pánico colectivo e incertidumbre, como expresión de la desarticulación social que se vive y que se agudiza por la crisis que enfrentan los países. Expertos estiman que el incremento de la criminalidad en esta época, tendrá un incremento paralelo al incremento de los contagios virales. Y esta tendencia que ya está mostrando México, podría reproducirse con el paso de los días en el resto de países de la región. Puesto que la delincuencia no se caracteriza por su responsabilidad cívica frente a nada y menos cuando se trata de obtener dinero ilícito, como es el caso del narcotráfico mexicano. Actualmente existe una encarnecida batalla por la importación ilegal de precursores químicos utilizados en la producción de drogas sujetas a fiscalización, principalmente el pentanillo que comienza a escasear en el sudeste asiático por el coronavirus.
El consumo de drogas prevalece y no se va a detener por la pandemia. El crimen cambia de una actividad a otra y no dejará de hacer lo suyo por la crisis sanitaria, precisan los expertos en seguridad. No obstante que la delincuencia también acusa el golpe de la pandemia. Millones de familias permanecen en sus casas lo que reduciría el robo a domicilios. El cierre de fronteras y el incremento de los controles migratorios pone obstáculos al narcotráfico. El toque de queda deja sin víctimas a los estruchadores en las calles. Todo esto crea tensiones mientras la delincuencia ensaya nuevas formas de expresión.
Estados represivos
Este panorama de inseguridad genera otro escenario igualmente preocupante. La criminalidad y el desorden social convierte al Estado en un ente represor que pone a la ciudadanía bajo control y en manos de un aparato de opresión que se vuelve consuetudinario y que se amolda a las necesidades de control social. Esto ya se verifica en diversos países del mundo, situación que se replicaría en capitales y centros urbanos latinoamericanos en los que no se descarta, y por el contrario, se anuncia un incremento progresivo en el uso de la fuerza y de la represión policial y militar en las calles para contener a una población que no siempre acata el toque de queda y la distancia social decretado por el Estado, provocando incluso desmanes en la desesperación de obtener algún medio de subsistencia callejero.
Los analistas consideran que los hechos de violencia que registraba la comunidad latinoamericana antes del coronavirus puede tener aún más retos. Los funcionarios de los aparatos del Estado encargado de la seguridad, afirman que la sociedad se debe preparar para ver fábricas cerradas, pequeños negocios en quiebra, sistemas de transporte detenidos y hospitales saturados con víctimas de la pandemia. Este panorama desolador dará paso a formas de violencia que se va a desencadenar por la frustración social que la crisis comienza a generar. En la capital mexicana, siguiendo con el ejemplo mencionado, luego de un llamado por las redes sociales, decenas de jóvenes respondieron con violencia en las calles, grupos de muchachos armados con tubos atacaron centros comerciales y negocios. No robaron víveres, comida, medicina ni papel higiénico; los atracadores se llevaron equipos de sonido, pantallas, celulares y computadoras antes de emprender la fuga en medio de maniobras callejeras con bombas de humo para distraer a los vigilantes privados. El gobierno recibió el llamado de parlamentarios que solicitan que recrudezca la represión para evitar que se grupos juveniles se aprovechen de la emergencia sanitaria para generar pánico social y delinquir.
La reacción politica era de esperar. En definitiva, la sociedad se defiende del caos social que genera el virus echando mano a sus mecanismos represivos. Hoy más que nunca, con el pretexto y en el contexto del coronavirus, los gobiernos construyen la “arquitectura de la opresión”, según expresión de Edward Snowden, experto en temas de seguridad. Sin embargo esos mismos gobiernos que incrementan el control social sobre sus gobernados olvidan que estuvieron advertidos del desastre actual; todo pudo ser imprevisible, pero las pandemias globales, no. No existe un solo gobierno en el planeta que no haya sido advertido con antelación de que una pandemia viral barrería al mundo causando un número incalculable de muertes y trastornos económicos. Pero la mayoría de esos gobiernos en los cinco continentes no se prepararon ante la posibilidad de que el nuevo virus que atacara globalmente.
Hoy los gobiernos no puede soslayar su responsabilidad política y social. La pandemia no se la combate con medidas represivas o restrictivas a la población, más aun cuando los nuevos escenarios sociales no son auspiciosos para lo que se viene. No habrá un día siguiente de coronavirus, como un antes y un después. Lo que se viene es un proceso paulatino de retorno lo que esperamos sea la «normalidad» perdida. Escenario que no deja de ser un eufemismo, porque aquello que el virus nos ha enrostrado es que nuestra vida en función de la convivencia humana en plenitud, nunca fue normal.