La soledad es un estado necesario en todo ser humano, no así la desolación. En estos días de encierro muchos sobreviven en soledad. Y hemos sentido miedo cuando la soledad deja de ser ese estado apacible de estar con uno mismo y nos genera incomodidad. Lo expresa bien Cortázar quien decía que se considera un solitario: “yo sé que hay una especie de desgarramiento en mi yo soy por naturaleza un solitario, me siento bien solo, puedo vivir solo, largos periodos solo, y eso sobre todo en mi primera juventud. Lo que yo reivindicaba como un derecho casi como un orgullo, el hecho de que me dejaran en paz se convirtió un poco en un sentimiento de culpa”.
Bajo esa culpa, en soledad uno empieza a medirlo todo, mide el tiempo, el paso del tiempo porque el espacio es siempre el mismo. Pero el tiempo cambia, de pronto avanza raudo imperceptible, otras veces se detiene como una nube sobre un fondo de cielo gris. Y esa quietud es definitiva como la muerte.
En la soledad de esta cuarentena es imposible no pensar en la muerte y ponerle nombre y apellido. Mientras el televisor te anuncia que mueren miles allá afuera por efecto del virus que está eliminando indiscriminadamente a la gente, nos impacta aun más cuando esa muerte tiene identidad. Y escuchas el nombre de un amigo, de alguien conocido, entonces recién comprendes que la muerte es posible y es cercana, que puede estar acechándote al otro lado de la puerta.
En soledad uno comienza a medir el aire, esa inhalación plena que falta en el encierro. En definitiva, en soledad comienzas a medir la vida y, por ende, medir la muerte que cobra dimensión real. La propia es inconmensurable, es como esperar adentrarse en una espesa niebla. La de los otros tiene la dimensión de las vivencias, los momentos vividos que ya no volverán. No sé qué duele más. El pasado en un instante de tiempo ido o el futuro que no será, ambos absolutizados en un presente inmóvil.
«Si te sientes en soledad cuando estás solo, estás en mala compañía», dijo Sartre, para quien en soledad es cuando se descubre que uno no está solo. El aislamiento, en cambio, es una actitud permanente en la que la persona no comparte nada de sí mismo, permanece en una oquedad, en este sentido aislamiento significa angustia, es la pérdida de la comunidad.
También la soledad puede ser motivo de goce cuando es una opción de vida. Cosa muy distinta es la sensación de desamparo que adviene, incluso, no viviendo sólo. Esa consciencia desoladora que deviene de la forma de concebir la vida basada en el egocentrismo, y en la separación de todo cuanto existe. Desde otro ángulo, el miedo en soledad es el miedo al abandono, quien teme estar solo no confía en sí mismo. Significa reconocer la imposibilidad de auto nutrirse emocional y afectivamente.
La introspección es un acto de soledad, un acto que sirve para la reflexión. Desde un punto de vista más esencial, tenemos miedo a la soledad porque con ella caen las caretas. El simple hecho de estar solos en una habitación sirve para ver lo que sucede frontalmente. En la soledad el problema radica en comprender que lo esencial no es actuar, sino ser. En la soledad se percibe el sonido del silencio que nos musita, ese es el estado ideal de la soledad. No en vano Schopenhauer decía que “la soledad es la fuente de todos los espíritus excelentes”. Pero hay la otra soledad, la existencial que trae la sensación de vacío, de estar extraordinariamente inseguros, sin puerto donde anclar. No es precisamente desesperación ni desesperanza si no, una sensación de vacuidad y frustración. No hay forma de escapar de ese vacío de la soledad, que tampoco se lo puede llenar. Si optamos por huir totalmente, entonces vamos a parar a un manicomio.
Sartre tiene una perspectiva más auspiciosa de la soledad. La soledad nos brinda lo mejor de nosotros, la dignidad -dice el autor francés-, porque el hombre vale más que aquello que le aplasta. Y ese aplastamiento viene con la idea de estar solo en lo colectivo. En nuestros días la estructura de las grandes ciudades niega la utopía de la aldea global de McLuhan; y, en lugar de retornar a la protección de la comunidad, hemos consolidado cárceles de hormigón y de acero. La aldea global de Mc Luhan la hace hoy posible el coronavirus. Una aldea hiperconectada, mórbidamente aunada por un virus con seres confinados en soledad. Los teóricos de esa vida colectiva lo único que no nos mencionaron fue, precisamente, la soledad. Y no hay nada más solitario que la muerte, dijo Sartre, para quien todos morimos solos aunque estemos rodeados de deudos en el trance final. La muerte es el instante supremo de soledad, aunque la muerte adquiera identidad en la corporeidad de los mortales.
Para saber lo que vale nuestra vida, no está de más arriesgarla de vez en cuando. Vivir peligrosamente, volver amar los riesgos. Eso nos hace el coronavirus, arriesgarnos la vida. Pero la vida deja de tener significado en el momento en que se pierde la ilusión de que es eterna. Eso nos hace el virus. «Me sentía en una soledad tan espantosa que he pensado en el suicidio. Lo que me detuvo fue la idea de que nadie, absolutamente nadie, sentiría mi muerte, que iba a estar aún más solo en la muerte que en la vida», dejó escrito Sartre. Y acaso tenía razón.