Mi hija me pregunta que cómo he amanecido, y no tengo nada nuevo que decirle, que no hay diferencia entre haber amanecido ayer y haberlo hecho hoy día. Que esta cuarentena es como una niebla que lo envuelve todo, ralentiza o acelera ese convencionalismo que llamamos tiempo, según el ritmo de tus propios pensamientos. Alguna vez leí que el tiempo no existe, que no es otra cosa que la sensación que percibimos por el movimiento de la materia y que la convertimos en el convencionalismo de cuantificar trozos de vida y expresarlos en la esfera de un reloj. Es decir, para que exista tiempo debe existir vida, movimiento, actividad. Pero recluidos entre cuatro paredes las actividades cotidianas son un real desafío contra la nada. Nada más azaroso tener que ocupar el llamado tiempo libre. En esta libertad que nos hace tomar conciencia -como nunca- de nuestra necesidad. Necesidad de tomar aire puro, de recibir sol, de caminar sin rumbo, de sorber un café a media mañana, de leer un libro sentado en el escaño de un parque, de entrar en una sala de cine a ver una película. ¿Qué otras cosas se puede hacer en la tercera edad para matar el tiempo? Un tiempo que, para muchos, vive y se acumula convertido en experiencia y vaciedad. Algo así como el sonido del tictac de un viejo reloj de pared una tarde sofocante en la que el aire parece detenerse suspendido en el aire.
Algunos mensajes prácticos que llegan por WhatsApp sugieren -para revivir el tiempo- hacer lo que antes dejamos de hacer por falta de tiempo. Revisar la ropa que ya no usamos y despacharla, ordenar los libros en el estante, terminar de leer esa novela que se quedó rezagada, pintar las manchas de esa pared sucia tanto tiempo, preparar algún bocadillo que siempre quisimos y nunca comimos, hurguetear entre cajones para liberarlos de tanta cosa que guardamos inservible. Hablo por mí. Los que viven en grupos familiares además de hacer todo eso, deberán de sobrevivir mirándose más seguidos las caras, escuchando más frecuentemente sus voces, repitiendo las mismas palabras, compartiendo el tiempo como trozos de pan.
Respondiendo a la inquietud de mi hija, digo que esta mañana desperté con ánimos de romper la rutina sin prisa, sabiendo de antemano que la mañana será corta o larga, da lo mismo. Que después de escribir mi artículo diario, terminaré de leer la novela corta de Roberto Bolaño, Amuleto, que me encajó una frase como un estilete, “la cotidianeidad es una transparencia inmóvil que dura solo unos segundos”. Cuestión de tiempo.
Y para saber que desde hoy tenemos más tiempo, un amigo comenta que en la televisión anuncian que la cuarentena se extenderá hasta finales de abril. Que ahora tengo para pasar mucho más tiempo solo frente al computador en el encierro. Que tengo tiempo de sobra para que afloren las aporías sobre este tiempo sin límites. Que de haber sido distinto esta cuarentena habríamos de compartir la Fiesta de los Libros en Casa Égüez de manera presencial. Ahora habrá que esperar leer libros que provee su librería digital en el rectángulo de la pantalla del computador.
Alargada la cuarentena tengo más tiempo de pensar que la vida cambió para siempre y con ella el tiempo de vivirla. Que hay gente que me necesita a la que no pude llegar con mi palabra de aliento por traición al tiempo. Y que hay gente que en su silencio me privó de sus palabras de resistencia. Que tengo amigos que viven solos, que no sé como sobrellevan la soledad en este aletargado tiempo. Que el mundo es un sucio telón de fondo para la peor tragedia colectiva que me ha tocado vivir.
Y de pronto el tiempo es una niebla turbia que lo envuelve todo, que nos da tiempo para mucho y, precisamente, por eso no sabemos qué hacer con él. Un amigo que ostenta un importante cargo diplomático que no le da tiempo para aburrimientos, me escribe y me agradece por mis textos publicados en mi revista digital: “mil gracias por tus interesantes artículos. Forman parte de mi terapia anti coronavirus” -dice- y le respondo que escribirlos forma parte de la mía, y en mi fuero interior pienso que, además, hacerlo también es parte de un deber moral. Que para eso sirve el periodismo, para estar más cerca, más atento, a lo que sucede a los demás y contarlo en este extraño tiempo que nos tocó vivir.
Cuestión de tiempo. Habrá que armarse de paciencia para enfrentar una guerra difusa y a ratos confusa, contra un enemigo cotidiano e invisible, que solo se hace sentir cuando nos asfixia. Que la vida es un soplo -dicen- más bien es una exhalación. Y en esa fugacidad que nos acerca rauda la muerte, tomamos conciencia de nuestra vulnerabilidad más allá de lo frágil, hasta descubrir que esa es nuestra condición humana. Tratando de burlar el tiempo necesitamos pensar en el futuro, pese a este tiempo que, extrañamente, ha permitido que emerja nuestra vulnerabilidad como una exhalación del alma que habrá que convertirla en una voz de aliento.
Ya lo dije antes, esta pandemia de tiempo absurdo a muchos quitará la vida a otros se la cambiará para siempre. Cuestión de tiempo.