La pandemia de Coronavirus, llamada oficialmente COVID 19, debe hacernos reflexionar sobre catástrofes similares ocurridas en tiempos pasados, y confirmar qué tanto hemos aprendido de esos desastres sociales. La ciencia y la tecnología acaso nos ha distanciado de las corrientes esotéricas o religiosas -inexplicables e indestructibles por la vía de la razón- que basadas en actos de fe estimulados por el miedo, pretenden dar una respuesta a estos males que han azolado a la humanidad en diversos periódicos históricos. Las explicaciones no cabalmente daban con la verdad.
Antes de que Hipócrates hubiese establecido las bases de la ciencia médica, se consideraban las epidemias como un efecto de la cólera divina, opinión apoyada en la interpretación de los libros sagrados (Éxodo, Jeremías, Isaías, Libro de los Reyes, Mateo) y en textos profanos de la antigüedad (Ovidio, Platón, Plutarco, Tito Livio, Plinio). Pero Hipócrates consideraba que la peste se propiciaba en las estaciones cálidas y húmedas. En su Tercer Libro de las Epidemias afirma que el estado del aire y los cambios de estación engendran la peste. Aristóteles sin embargo las atribuía a la influencia de los cuerpos celestes.
En otras palabras, los males naturales, las pestes y las enfermedades son producto de factores ambientales, estilos de vida, normas alimenticias y de higiene, hábitos de convivencia etc., marcados, cada cual, por la cultura imperante en su momento en la sociedad. Del mismo modo que las respuestas especulativas acerca de sus causas, efectos y soluciones son dictadas por el marco cultural ideológico imperante en cada sociedad. Se ha dicho, con buen ánimo, pero con bastante ingenuidad, por ejemplo, que después del coronavirus “la tierra va a sanar”, que el hombre será más solidario con el hombre, que valoraremos lo colectivo por sobre el nefasto individualismo. Todo aquello suena muy bien como un aspiracional, pero cae en el vacío, en la utopía, si no viene acompañado por decisiones políticas orientadas por concepciones ideológicas que valoren lo racional, como prioridad, por encima de lo sobrenatural. Es decir, si alguien está enfermo tiene que acudir a los protocolos médicos y su fe en fuerzas superiores ayudará, sin duda psicológicamente, pero no reemplazará jamás efectivamente a los procedimientos médicos.
La historia enseña a quien quiere saber y aprender, pero es palabra muda para quien no quiere escuchar. Hoy el coronavirus ha causado una tragedia en países europeos como Italia y España, con un abultado número de contagios y muertes. Y, coincidencialmente, ambos países tienen un pasado glorioso en realizaciones políticas, sociales, económicas y religiosas, pero una historia catastrófica en materia de salud colectiva desde años inmemoriales hasta la actualidad. ¿Qué han hecho mal?
Roma derrumbada
Italia tiene como antecedente histórico el auge y caída del Imperio Romano que comenzó en el año 27 A.C. cuando se inició el nombramiento de César Augusto como emperador y finalizó cuatro siglos después, en el año 476 D.C., cuando el jefe bárbaro Odoacro destituyó a Rómulo Augusto y asumió el poder de la bella Italia. Los historiadores investigan por qué sucumbió el Imperio Romano, y su caída coincide con la aparición de devastadoras pestes y epidemias.
Luego de la expansión del Imperio Romano por todo el mundo de entonces, cuando las tropas romanas regresaron en la segunda mitad del siglo II, algunos soldados volvieron con un souvenir inesperado. Una afección comenzó a extenderse por Occidente y acabó convirtiéndose en una gran pandemia que en los quince años que asoló el Imperio acabó con la vida de más de cinco millones de personas. Según Galeno de Pérgamo, pionero de la medicina y testigo directo del brote, la enfermedad se caracterizaba por fiebres, diarrea, inflamación de la faringe y erupciones en la piel, lo que hace que hoy se crea que pudo haberse tratado de una epidemia de viruela o sarampión. Segun el investigador Kyle Harper se pudo tratar de dos males: una enfermedad de las vías respiratorias, febril y muy contagiosa, y la segunda, caracterizada por el comienzo súbito de la fiebre, cefaleas, mialgias generalizadas, dolores de espalda, conjuntivitis y postración severa, seguidos por diversos síntomas hemorrágicos, siendo poco probables enfermedades como el dengue o la fiebre, aunque la más factible posibilidad es que se trató de ébola. Se calcula que para el año 189 D.C. más de veintitrés años después de haberse introducido la plaga en Europa, aun continuaban falleciendo varios cientos de personas por día solo en la ciudad de Roma. Durante el punto máximo de dicha peste se calcula que en Roma morían entre cinco mil a seis mil personas por día.
España arrasada
A comienzos de mayo del año 1918, a fines de la primera Guerra Mundial, la prensa informaba de la expansión en Madrid de una enfermedad similar a la que en ese momento llamaban gripe. Una enfermedad común que nadie tomaba con la debida seriedad y que la propia prensa promovía como un mal en el que “todos los casos observados han seguido una marcha muy favorable. Se trata, como ya han adelantado los periódicos, de una epidemia leve”. Sin embargo, en apenas doce meses la mal llamada “gripe española” terminó con la vida de un cuarto de millón de personas en España y, en todo el mundo, con la de entre 20 y 50 millones.
El médico Antoni Trilla escribía en ese entonces en la revista Clinical Infectious Diseases, que una epidemia puede ser disruptiva y severa, porque rompe la normalidad y porque luego de arrasar con la población, muchos aspectos políticos, sociales, económicos e incluso bélicos cambian para siempre.
¿Qué enseñanza dejó la gripe española válida para los tiempos del coronavirus?
En aquel desastre sanitario prevalecen algunos patrones que se repiten hoy con la actual pandemia de coronavirus. La historia registra errores recurrentes. Igual que en el año 1918 algunas decisiones pueden ser polémicas: las autoridades y la población tardaron en dar importancia a la epidemia. No obstante, esto formaría parte de los mecanismos psicológicos humanos. Solemos entrar en estado de alerta de repente, no de forma gradual, primero minimizamos las amenazas hasta que hay algo que nos hace entrar en alerta. Es un mecanismo adaptativo, según los expertos en conducta humana. Ese mismo mecanismo está actuando en la actualidad, y acaso explica porqué debates innecesarios que retrasaron las decisiones urgentes permitieron que en Italia y España los hechos fueran rebasados por la gravedad de la pandemia. El año pasado cuando surgió la epidemia de coronavirus se debieron adoptar medidas oportunas, en el mes de octubre se debió suspender la actividad de centros educativos y no se lo hizo; de igual modo, cuando se tomó el acuerdo de no suspender la apertura de clases universitarias y escolares, por considerarla una medida tan radical. Cuando se lo hizo fue demasiado tarde. La convivencia diaria, el turismo que provoca la proximidad social fue otro factor fatal en ambos países, la gente continuó en las calles, compartiendo cotidianamente en cafés, cines, mercados y lugares públicos la vida como si no hubiera cambiado nada. El costo de ese error está siendo demasiado alto.
Ecuador está a tiempo, poco tiempo, para enmendar lo que también estamos haciendo mal. No es posible salir a las calles y hacer una vida normal cuando la vida no es ya normal en la emergencia. El coronavirus le arrebatará la vida a mucha gente en nuestro país, pero a la mayoría se la cambiará para siempre. A cada uno de nosotros le corresponde elegir en qué grupo ubicarse.