Mucho se dice que se vive o se escribe, visto como una alternancia existencial la frase es lógica, pero en la realidad no se puede escribir sin vivir, y muchas veces pasa lo contrario. Algo similar sucede con la lectura. En estos días de cuarentena me reencontré, y no por casualidad con un libro que iluminó y, a su vez, ensombreció mi adolescencia: La Peste, de Albert Camus.
El libro del escritor francés, premio Nobel 1957, me hizo reconocer que las más graves epidemias que asolaron a la humanidad no necesariamente han sido biológicas, sino éticas. Ya es un lugar común decir que en el epicentro de una crisis subyace lo peor de la sociedad: la insolidaridad, la irracionalidad y el miedo, pero en cambio emerge lo mejor del ser humano. Siempre en el final del túnel como una luz aparece la esperanza humana de gente que se juega la vida por los demás en momentos en que la muerte es el signo de nuestro tiempo. La muerte que se traduce en miedo a lo desconocido, a lo absoluto.
La Peste, escrita en 1947 por Camus, narra los estragos de una epidemia que asola a Orán, una ciudad del noroeste de Argelia, situada en la costa del mar Mediterráneo, y causa la muerte de centenares de personas. Todo transcurre en abril en una ciudad frenética, habitada por seres insolidarios ocupados de acumular bienes. El materialismo que siempre se nos muestra como una meta loable, más práctica y razonable que el intento de una existencia moral.
La Peste acaso ha vuelto a ser removida estos días de las estanterías de libros para hojear sus páginas en busca de una respuesta a nuestra propia peste pandémica del coronavirus. Y lo primero que nos confirma es el egoísmo de pensar que la epidemia está ahí afuera de nuestro hogar y que no nos concierne a nosotros, sino a los demás. Craso equívoco, el virus actual corona a todos, nuestra coraza social se ha agrietado, peligrosamente, y por el menor resquicio puede invadir nuestro cuerpo y atacarnos. No somos invencibles, y es por eso que la muerte es primero un miedo a no serlo.
La novela de Camus va mas allá de su tiempo histórico para convertirse en metáfora existencial. La didáctica implacable de la novela enseña que un mal que amenaza a la especie humana nos hace meditar sobre el tiempo, que cambia de ritmo, se ralentiza y lo percibimos como un instante saturado de eternidad. Frente a las medidas adoptadas no sabemos cuándo y cómo terminarán, la cuarentena no tiene, necesariamente, cuarenta días. El tiempo actual es espeso, lento y es el miedo el que dimensiona esa lentitud que se llega a convertir en parálisis social. El tiempo es inexorable y debemos adaptarnos a él, a su ritmo de estancamiento. El encierro doméstico contribuye a esa sensación de inamovilidad. El tiempo se impone en toda su plenitud. Nos sobra y en ese trance nos asaltan las dudas, las ideas, las reflexiones que hacen que pongamos el dedo en la llaga de un mal colectivo que percibimos en soledad. En la soledad de ser responsables de nuestro destino individual. Tiempo y soledad se parecen a la muerte. No son productivos, nos extravían el sentido de vivir. Y la peste sigue allá afuera entre los otros. Acá, en nuestra cuarentena, solo se percibe como una amenaza que no se concreta ni esperamos que lo haga.
Con el tiempo de sobra y en soledad nos asaltan preguntas que en otras circunstancias difícilmente haríamos. La peste, el coronavirus y la posibilidad de la muerte nos hace pensar en Dios, igual que Camus en La Peste, el autor concluye que Dios no existe, que la fe es un acto de impotencia frente a un Dios que nos abandona. Y lo peor, nuestro escepticismo no nos devuelve la libertad, al contrario nos desampara más. El propio protagonista del libro, el doctor Rieux, reflexiona y adelanta la idea de que somos egocéntricos, que ponemos demasiada importancia en nuestro yo personal. Que además el dolor es reflexivo, nos obliga a pensar, pero llega a una conclusión inexorable: la inteligencia del hombre solo le hace más desgraciado, porque le enseña que la vida está regida por el azar. Camus devela una verdad tremenda: sin la opción sobrenatural de la muerte, no hay victoria humana, todo es provisional, el verdadero triunfo de la existencia corresponde al absoluto de la muerte.
Y surge la pregunta obvia ¿que es ético frente al designio de un mal colectivo como la peste o el coronavirus, luchar por tus semejantes? Para eso la ideología estorba y está demás el fanatismo: la única idea que se impone es el humanismo que piensa solo en lo humano. En esa verdad Camus es demás lúcido cuando ratifica que “no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia posible”.
Una vieja frase popular dice que no hay mal que dure cien años y la epidemia del coronavirus pasará y será recordada como un tramo amargo del país y de la humanidad. La recordaremos como recordamos cuan frágil es la vida. Habremos sentido vergüenza de no haber hecho todo lo necesario para enfrentar a la peste. De no haber sido lo suficientemente solidarios, de no haber mostrado más valor frente al absoluto de la muerte. O acaso, en silencio, mostraremos gratitud a aquello desconocido que llamamos Dios. Luego de la febril ansiedad de los primeros días, la epidemia nos brindará el aburrimiento, en medio de la alegría de haberla superado vivos. Igual que en la novela de Camus, recordaremos que “La ciudad estaba llena de dormidos despiertos que no escapaban realmente a su suerte sino esas pocas veces en que, por la noche, su herida, aparentemente cerrada, se abría”. Evocaremos una ciudad fantasmal con seres humanos huyendo de sus semejantes. El coronavirus nos está recordando la brutal importancia del contacto físico. “Los hombres no se pueden pasar sin los hombres”, dejó escrito Camus. El aislamiento por eso suele ser el primer paliativo contra la peste. No tocarnos, no transmitirnos el mal. La soledad de la epidemia individual nos hace olvidar que este es un virus incubado en lo colectivo.
Por eso la peste, como el coronavirus, son metáforas de nuestro tiempo: nos recuerdan que en el capitalismo vivimos en soledad, en aislamiento, en la egoísta individualidad del tener. Grandes espacios urbanos superpoblados con seres solitarios contagiándose día a día de yoismo, frente al cual no existe vacuna. O seres agrupados en pequeños apartamentos, o en el abandono de una covacha suburbana, en que se ignoran unos a otros. Y en ese abandono colectivo que impone el capitalismo hay seres más vulnerables: los niños y los viejos, que una vez más se parecen entre sí. Y no se trata de ser héroe frente a los indefensos. Solo hay que ser humano y ser solidario con los vencidos. Por la peste o por la historia, como sugiere Camus en su novela. Camus concluye que “todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo”. Sin embargo, «no se puede vivir solo de lo que se sabe y se recuerda. Si no esperamos nada, si percibimos la muerte como un límite insuperable, existir se convierte en una fatigosa carrera hacia la nada», apunta el autor.
Si algo tiene de gratificante el sufrimiento, es que nos hermana. Si algo tiene de esplendoroso la muerte, es que reafirma la vida. Albert Camus, humanista, nos platea interrogantes en el límite de la existencia, pero nos deja solos sin respuestas, como todo espíritu grande. Apenas insinúa el camino que nos invita a recorrer en soledad. Y hay una postrer oportunidad, buscarnos y encontrarnos los seres humanos, no por miedo solamente, sino por confraternidad. El aislamiento obligatorio frente a la peste del coronavirus, nos devuelve la mejor oportunidad de, en cuarentena, vislumbrar un nuevo sentido de la vida.