El coronavirus reveló nuestro estado nacional. Se diría que el virus nos diagnosticó a nosotros primero que nosotros a él. Nos puso en el lugar de la realidad presente y de la proyección futura. Nos sacó la venda de los ojos frente a nuestras virtudes y debilidades, también reveló las profundas diferencias que nos separan como país y el urgente imperativo de unirnos para enfrentar la crisis. Se diría que de lo viral pasamos a lo real, es decir, de los primeros cálculos tratando de ver cómo sacar partido de la situación pasamos al estupor oficial y luego a la toma de medidas algunas adoptadas provenientes de otros países, otras de carácter meramente local y, sobre todo, tratando de aprender de aquellos lugares en donde el virus ya mostró su rostro más agresivo.
El coronavirus a muchos quitará la vida, a otros, a la mayoría se la cambiará para siempre. El ser humano de manera natural se niega a aceptar ciertas cosas que no comprende o no conoce a cabalidad. El impedimento inicial de aceptar la magnitud de la epidemia nos obnubiló y nos hizo retardar las respuestas, o no sabíamos cómo hacerlo. Luego la declaratoria de emergencia se hizo cada vez más peligrosa, atemorizante. Con mayor razón en un país como Ecuador que tiene muy pocas experiencias colectivas, sociales, a diferencias de otras naciones que han enfrentado guerras prolongadas, catástrofes de magnitud y, por tanto, cuentan con una cultura de disciplina y solidaridad común y plural. El coronavirus hizo caer la cortina y en el fondo del escenario vemos hoy un país real, con sus fortalezas y debilidades obligado a vencer las dos primeras dificultades de toda acción humana: querer no siempre es poder y la sola voluntad no es suficiente para transformar la realidad a nuestro favor.
Así las cosas la realidad se impone por sí misma, nos enseña y estamos obligados a aprender a corto plazo. Lo primero que hay que asimilar es que el mal excepcional que se cierne sobre nosotros en el país, requiere también de respuestas excepcionales. Y la excepción radica en comprender que es imperativo regular y cambiar nuestros comportamientos sociales. Ahora es el tiempo -no deseado- de restringir libertades, jerarquizar respuestas, centralizar informaciones, cumplir órdenes, en fin, actuar como no lo hemos hecho anteriormente. Lo importante es saber que hoy todos dependemos de todos. Que mi contagio es tu contagio, que mi bien es tu bien y que mi mal es tu mal. Hoy hay que comprender que debemos pasar de las intenciones a las acciones, de las reuniones teóricas a las prácticas, individual y socialmente esforzadas. El virus de la noche a la mañana nos enseña y nos obliga a aprender cómo se vive el comunismo, es decir, en la convivencia comunitaria en función del colectivo porque de la vida del grupo depende la mía. Lo primero que mata el virus es el individualismo insolente.
Y en esa tentativa el país, naturalmente, deberá unirse. Dejar de lado, por lo pronto, la disputa nacional porque el modo urgente de enfrentarla ha sido superado por la emergencia. Para eso hay que ceder posiciones, doblegar orgullos, aplacar egoísmos y mirar con los ojos de todos. Pero ojo, es el Estado el primero llamado a modificar comportamientos, el gobierno es el único que cuenta con atribuciones para hacerlo. Solo ellos, los que gobiernan, pueden decretar medidas e imponerlas. La ciudadanía no debe permanecer inerte al llamado, haciendo valer sus derechos. Responder al llamado del Estado es una prerrogativa de toda sociedad civil. Hacerlo es su opción, consciente, responsablemente.
Los demás trataremos de seguir el ejemplo.