Roberto Bolaño, un omnívoro ladrón de libros, dice que para robar un libro tienen que juntarse en un mismo instante “el libro que quieres llevarte y la oportunidad de llevártelo”. El escritor chileno se llevaba los libros que podía, y un libro de Pierre Louÿs -autor erótico del siglo dieciocho-, recuerda de manera especial haber robado Bolaño. Otro de los libros, memorablemente, robado por Bolaño es La Caída, de Albert Camus, que leyó luego sentado en un escaño de la plaza Alameda, en ciudad de México, allá por los años ochenta. Bolaño, años más tarde, escribiría el cuento El Gusano, consagrado a un muchacho que no asistía a clases y, en cambio, se dedicaba a robar libros en librerías de su ciudad natal mexicana, en el Estado de Sonora. El gusano es un hombre blanquecino, frío, con un perfil ideal para delinquir o asesinar. Bolaño dice que en sus tiempos de cleptómano literario entraba a librerías muy solitarias, con libreros extrañísimos, como fantasmas. Era para él “muy grato” entrar en esas librerías.
Como Bolaño, diversos escritores han hecho una apología al robo de libros en librerías, al punto de afirmar que “robar libros no es robar”, según Marguerite Duras. Esta delincuencia se nos presenta como romántica y apasionada, prueba fehaciente del amor por la literatura que guía las primeras andanzas en las letras. Francisco Umbral o Roberto Bolaño son buenos ejemplos de este orgullo cleptómano, como si el latrocinio formara parte de su formación literaria.
Miguel Albero tiene escrito un ensayo sobre el robo de libros, en el que hace una descripción de los depredadores del negocio editorial. Albero relata en su libro la historia de los ladrones más avispados: los propios bibliotecarios. Amparados en una posición franca y oficial, alguno hubo que se llevó media biblioteca pública a su casa.
Libro cómplice de un robo
Hay muchos tipos de ladrones, pero robar libros constituye una acto singular, no censurable para muchos buenos lectores y repudiable para los editores y dueños de librerías, como es de suponer.
Mi padre, Vicente Parrini, escritor, era un buen lector y un singular ladrón de libros. No había título importante para él exhibido en las estanterías de la Librería Universitaria, en Santiago de Chile, que no hubiese resistido la tentación de ávido lector y cleptómano literario. Para ello había ideado un método también singular: en un libro de gran tamaño y grosor hacía un hueco cortando con cortaplumas las páginas, dejando solo los bordes y en ese horadamen cabía perfectamente un libro tamaño normal -A5- que salía de los estantes sin ser siquiera sospechado por el librero. Claro, mi padre era un cleptómano selectivo: no robaba en librerías “de viejos”, o de libreros conocidos que con esfuerzo mantenían en pie su santuario de libros usados. Mi padre sustraía libros de grandes librerías, aquellas que, un volumen más o un volumen menos, no representaba una gran pérdida económica, sin dejar de ser un delito literario y hasta poético.
Uno de los libros memorables que recuerdo salió entre mis manos, oculto en el libro mayor de camuflaje, fue El Túnel, de Ernesto Sábato. Esa mañana en la Librería Universitaria atravesé un túnel oscuro hasta llegar a las puertas de la enorme casa editorial de la Universidad de Chile que daba a la Alameda y sentir por fin que me liberaba de mi falta y liberaba a Sábato de su cautiverio en las estanterías.
El robo de libros tiene, a mi parecer, el mejor justificativo en la frase de Proudhon: la propiedad es un robo. Complementada por esa otra de Fernando Savater: “Cuando nos referimos al robo, en general hablamos de la depredación, de privar a personas de forma injusta de cosas que tienen derecho a disfrutar. En cambio, dudamos en utilizar la expresión robo cuando se trata de una acción efectuada por una necesidad.” Y, finalmente, esta de autor anónimo: La ignorancia suele ser tal, que los ladrones no roban libros.
Voy agregar una de mi cosecha: Hay peores cosas que robar libros, una de ellas es no leerlos.