Cuando la democracia cambia de piel en la política de un país suelen ocurrir cosas peliagudas. En Ecuador la democracia, cual serpiente zigzagueante, muda de apariencia al roce con los acontecimientos sociales que la descaman, la liberan de su apariencia participativa. Y entre los residuos de piel se desprenden el fascismo y el populismo como dos pellejos que se mutan entre sí.
En tiempos de la democracia simulada en nuestro país, dos fenómenos advienen en esta cuarentena democrática que hemos vivido como un guión mentalizado por un autor surrealista. Y en ese trance histórico asistimos a la demonización retórica del populismo o la persecución física del fascismo. Bien podemos afirmar que hemos vivido la democracia populista en la última década y estamos asistiendo a la democracia fascistizada en la actual.
Siempre será fascinante estudiar el pasado para comprender el presente y ahora es claro que la cuestión del fascismo forma parte del presente. Nuestro tiempo nacional muestra los signos de la crisis, de la xenofobia, la intolerancia política y el racismo. Pero estos signos no son nuevos, ni son una reencarnación en el presente. La historia reciente de Ecuador tiene un cara y sello, en el populismo y en el fascismo en el poder. Claro, hay decir que el fascismo que renace hoy no es el mismo fascismo de los años treinta y cuarenta del siglo anterior. Y el populismo tiene su impronta específica que difiere en la forma de los populismos anteriores al estilo del velasquismo ecuatoriano.
Conceptualmente, ambos términos se contraponen al liberalismo, ambos implican una condena moral del orden de cosas de la democracia liberal y ambos representan una reacción masiva que líderes fuertes, o sentados en fortalezas ajenas, promueven en nombre del pueblo contra élites y políticos tradicionales. No obstante, ambos se conectan históricamente, pero son diferentes. El populismo moderno nació del fascismo. El fascismo postulaba un orden totalitario que produjo formas de violencia política y persecución. El populismo, en cambio, intenta reformar y modular el estilo fascista en clave democrática. El populismo de derecha usa la xenofobia para que la sociedad aparezca retrograda, pero el populismo de izquierda hace posible que la sociedad se preocupe por las condiciones de desigualdad social y económica.
En ese caso, el populismo habla en nombre de la democracia y de un solo pueblo. Pero se trata de una democracia restringida a la expresión de los deseos de los líderes populistas. Véase Velasco Ibarra, Correa, como los más nítidos. No se trata solo de que el populismo quiera encarnar al pueblo, también creen que su líder es el pueblo. El líder reemplaza al pueblo y pasa a ser su voz. La voz del pueblo tan solo puede expresarse en boca del líder. Es a través del líder que el pueblo puede tener una reprentación política. Eso explica el desprecio del líder populista por las partidocracias tradicionales y las formas orgánicas de estructura política. En la práctica, sin un líder carismático y mesiánico el populismo es una forma histórica incompleta. Su terreno propicio son las elecciones populares donde el líder despliega su retórica fascinante y obnubiladora.
Ecuador conoce rasgos de aquello en Bucaram y Velasco Ibarra, sin dejar de reconocer que Correa aprendió bien esa lección. En ese sentido, los populismos de izquierda y de derecha se semejan en una forma de democracia más directa y autoritaria. Son las elecciones el caldo de cultivo donde se funde la voluntad de una mayoría electoral circunstancial con los deseos del líder que actúa en nombre del pueblo real. El populismo se arroga la representación inorgánica y absoluta del pueblo que se cobija en la imagen del líder.
Los fascistas, en cambio, no juegan ese juego de representación democrática, lo desprecian, se vuelven intolerantes, moralistas y represivos, y no entregan fácilmente el poder -a diferencia de los populistas- cuando pierden una elección. En ese sentido el populismo transmite una práctica plebiscitaria de la política y rechaza la forma fascista de gobernar autocráticamente utilizando las instituciones nacionales con fines de poder excluyente. Una muestra histórica es el morenismo.
El populismo, sin embargo, es una forma autoritaria de democracia, el fascismo una forma violenta de represión política. Ambos emergen de la crisis del liberalismo como una anti política. Ambos tratan de mantenerse al margen de la política tradicional, por eso juegan en la cancha política con outsiders que minimizan la militancia. Ese líder populista es nacionalista e iluminado, por lo general, que habla y decide por el pueblo. Su autocracia no permite que le haga sombra ningún adlátere. El líder fascista se rodea de camarillas y destaca a cuadros útiles que hacen el juego sucio, en su nombre. Ambos minimizan la prensa libre y el imperio de la ley liberal. La democracia en sus regímenes es cuestionada, acorralada, pero no destruida.
Jorge Luis Borges decía del populismo y del fascismo que ambos “fomentan la idiotez”, ambos respaldan -según el escritor argentino- «la estupidez y la falta de pensamiento histórico, ambos reafirman mitologías groseras». Al final del día, populistas y fascistas, transforman la política en mentira, melodrama, confundiendo leyenda y realidad. No obstante, populismo y fascismo, están sujetos a la fuerza de la historia.