La historia no siempre se repite una vez como tragedia y otra como farsa, también se reinventa. La llamada fase superior del capitalismo de la que hablaba Lenin, el ruso. O el capitalismo salvaje, como lo designan los teóricos de hoy, despliega todos los recursos ideológicos, económicos y militares para reproducir y conservar su poder hegemónico en diversas regiones del mundo. El neoliberalismo, la cara tangible del capitalismo salvaje, hoy es más que una doctrina económica, una cultura que obnubila. Como la niebla que lo envuelve todo, de la que hablaba Marx en referencia a la ideología.
En la actualidad el sistema abandona el simulacro, la impostura de creer en una democracia formal que no es más que un espejismo político. Un orden social no inclusivo, maquillado con la idea de participación ciudadana que no deja de ser otro eufemismo. Y se remozan viejos preceptos que creímos superados: el racismo, el uso de la violencia desenfrenada, el maniqueísmo institucional con uso de instituciones que pensábamos imparciales, por sobre las diferencias. Vivimos el machismo agresivo que denosta la participación de la mujer humillándola, violentando sus derechos. El desprecio por las expresiones de la juventud, el cierre de toda opción política, social y económica para los jóvenes. Y todo este entramado que conforma la cultura neoliberal encubre un hecho histórico ya innegable: la lucha de clases. La contradicción es de clases, no es de género, generacional o étnica, como se la quiere hacer aparecer. El racismo es un complejo de inferioridad histórica no superado, señalan algunos. Del mismo modo que la coerción sobre la juventud, representa el miedo al cambio. Y el discrimen a la mujer es un complejo de superioridad no admitido.
La historia no se repite pero se recrea, adviene con otras formas remozadas. Se expresa en la decadencia moral que entendíamos superada por el advenimiento de nuevos valores. Vivimos una descomposición social y desnaturalización de la política como expresión de la vaciedad ideológica que impera, aupada por el pragmatismo tecnocrático. Se impuso la tecné por sobre la episteme. El saber hacer por sobre el saber pensar. El pragmatismo es la nueva religión.
El sistema capitalista no cree en sí mismo y subvierte todos sus preceptos con los que derribó a la sociedad feudal: igualdad, fraternidad y libertad. En cambio, instrumentaliza las instituciones nacidas de esos principios y las utiliza a favor de sus intereses mediatos e inmediatos. De ese modo la democracia es corrompida, la justicia cooptada, la religión usada para justificar el pragmatismo utilitario. De la guerra fría hemos pasado a una guerra caliente, sin los disimulos de antaño, sin justificaciones pomposas. Ahora la lucha suele ser sin tregua y hasta consecuencias impensables.
Las guerras se originan en esa lucha por la existencia de un pueblo, un proyecto político con un ideal de sociedad y un espacio geográfico en el cual cristalizarlo. El pueblo en la actualidad está discriminado. El proyecto diseminado, no representa la unidad popular. Y los espacios están siendo restringidos por la represión imperante contra el derecho a la organización colectiva. Vivimos la cultura de una historia reinventada que nos descompone como civilización a la que habría que oponer la contracultura del cambio. Pero ese cambio empieza en nosotros mismos, en la incomoda decisión de salir de nuestra zona de comodidad. Cambia, todo cambia, lo más constante es el cambio.