Un viejo adagio dice que todo depende del color conque se quieran ver las cosas. Esto aplicado a la cultura no es una excepción. Si miramos el quehacer cultural de un pueblo bajo el anaranjado color de la economía capitalista, que privilegia el consumo por sobre la producción, estaremos viendo la cultura -ese signo identitario de los pueblos- bajo el prisma anaranjado del neoliberalismo cultural.
Es un tema polémico sin duda en la actualidad, que divide al mundo de la cultura entre gestores que prefieren reconocer un rol político, social, al “hecho cultural”, frente a otros que lo quieren ver como una actividad lucrativa que debe aportar a la economía engrosando los puntos del PIB o producto interno bruto. O como dice un amigo gestor cultural, «producto de los brutos internos» en cada país que se descrestan intentando sobrevivir de la cultura en una sociedad capitalista que privilegia las actividades lucrativas por sobre toda otra consideración existencial.
En todo caso, para ilustrar el tema, diremos que la cultura -o las industrias relacionadas con la actividad creativa cultural- general en este rato 177 mil millones de dólares anuales a la región latinoamericana, para no ir más lejos. Por tanto, la pregunta: ¿Tienen poder económico la música, los libros, la pintura, o los videojuegos, el diseño, la radio y la televisión?, está por demás. Sin embargo, un considerable contingente de actores culturales no lo quiere reconocer; y otro, no menos importante exponente cultural, considera que la cultura es la expresión profunda de la identidad de un pueblo o nación, y cuyo rol debe contribuir a transformar las condiciones de vida del hombre, cuando no, al menos, dar respuesta a sus interrogantes existenciales más esenciales. Este aspecto del tema amerita una reflexión especifica y en otro espacio.
Por lo pronto vamos a dar información de cómo la cultura convertida en industria en el seno de la sociedad capitalista, bajo su expresión más sofisticada y brutal del neoliberalismo en su fase superior, genera recursos, mueve dinero y obnubila a los más incautos.
El color naranja es el color del dinero, de la usura, de la acumulación vertiginosa de numerario, cuyo origen no importa mucho en el sistema capitalista si al final del día ese dinero sale limpio de polvo y paja. Tal es así que la llamada economía naranja, refiriéndonos “al conjunto de actividades que permiten transformar las ideas creativas en bienes y servicios con alto valor agregado”, sumadas, producen en América Latina la anterior cifra mencionada de 177.000 millones de dólares anuales y dan empleo a más de 10 millones de personas. No es en vano entonces que muchas de las empresas culturales “tienen una gran oportunidad en el desarrollo de varias iniciativas de conocimiento abierto que exploran nuevos usos para la tecnología”. El mito de la economía vinculada con la tecnología redunda en dar buenos frutos. Recolección de frutos del tamaño de la dinámica propia de la economía naranja, que se obtiene indagando en las llamadas “cuentas satélites” en países como Colombia, Chile, EE,.UU, Argentina, Mexico y Uruguay. Verdaderos paraísos «culturales» fiscales y privados.
Por desglosar en un ejemplo, diremos que en Chile existen espacios especializados en industrias culturales -como Santiago Creativo- destinado a informar sobre el tema. Una iniciativa del Gobierno Regional, conjuntamente con la Asociación Chilena de Empresas de Tecnologías y la Corporación de Fomento de la Producción, que busca promover la exportación de bienes y servicios de emprendedores creativos de la Región Metropolitana de Santiago.
Un término muy empleado en el concepto de economía naranja, es el de Creatividad, seguramente tomado de la industria publicitaria, según su uso mercantil. Esta palabra que formaría parte del ADN cultural, curiosamente, no formaba parte del acervo lingüístico del diccionario de la Real Academia Española, sino desde 1984. Ese debió ser un rezago feudal, puesto que en el medioevo la creatividad era un asunto considerado exclusivamente divino.
Sin embargo el poder de la palabra creatividad, parece no ser suficiente que además se le adosó, muy próximo a su significado, el concepto de Innovación, otro pastiche lingüístico usado, la mayor parte de las veces, de manera arbitraria. Entonces para estar a tono con la cultura mercantilizada, lucrativa, había que ser “creativo” y además “innovador”. El que no fue innovador prefirió quedarse con el mote de “clásico” encadenado al pasado. Pero amerita hacer notar que la susodicha creatividad es aceptada como esa “capacidad de abstracción y de generación de ideas originales”, unida ahora en la perogrullada que define a la innovación como “la trasformación de nuevas ideas en soluciones económicas y sociales orientadas a generar valor”, como no podía ser de otra manera, asociada indisolublemente a una gestión economicista.
A confesión de partes relevo de pruebas, dice un amigo abogado. Y como abogado del diablo hay que decir que el reconocimiento explícito de estos conceptos mercantiles introducidos a empujones en el ámbito de la cultura no deja de ser un acto de curiosa sinceridad. Cito la confesión de partes: “Cuando hoy hablamos de economía creativa, su vínculo con la innovación no resulta tan evidente para todo el mundo. En general, la palabra innovación está asociada con la mejora de atributos funcionales asociados a nuevos productos y servicios, enfatizando su carácter tecnológico. Esta característica funcional tiene que ver, por ejemplo, con computadores más poderosos, automóviles más rápidos, teléfonos más inteligentes, servicios de transporte más baratos. Es decir, principalmente con lo productivo. En cambio, la economía creativa se funda en novedades en la estética de los productos, el aspecto de los bienes y servicios, como también en las emociones que se generen en los consumidores”. Es decir, demás está decir que es el léxico de un comerciante, de un empresario, que está muy lejos de ser la metáfora de un poeta.
No es casualidad entonces que otro amigo, pintor, del que me reservo su nombre, me dice que vende sus obras al gusto del consumidor, vale decir, si el comprador tiene una pared de tal color, pues habrá que pintar un paisaje que armonice en un tono que haga juego con el fondo de la pared. Arte decorativo, sin duda. Pintura ornamental contemporanea. Del mismo modo que otro amigo escritor-asiduo-lector colecciona libros en el estante de su sala para insinuar a sus visitas su profundidad cultural enseñando elegantes libros-objeto, cuyo objeto fue precisamente impresionar a los incautos. Lo que sí es parecido en ambos casos es que estos usos generan un valor económico el cual puede ser medido por un precio. Es así que cuando hablamos de impulsar la economía creativa, o economía naranja tal como la bautizara el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), es donde toma fuerza la incorporación de nuevas dimensiones a la ya tradicional mirada funcionalista de la innovación.
Una última confesión de partes: es la apariencia de los bienes y la reacción de los consumidores a su aspecto estético lo que determina sustancialmente las ventas de un modelo y, consecuentemente, su valor. En América Latina y el Caribe, la historia nos delata como una región tremendamente creativa. Eso sí, según los gurús del neoliberalismo cultural, nos falta volvernos más innovadores para obtener los beneficios que la creatividad y la innovación traen consigo: desarrollo y prosperidad.