Una frase de Alexis de Tocqueville resume de cuerpo entero lo que sucede en Chile: Cuando la desigualdad es la ley de la sociedad, hasta las desigualdades más grandes se hacen invisibles. Y se hacen invisibles por diversas razones. Sea porque el discurso oficial de los gobiernos las ocultaron durante 46 años (17 años de dictadura militar y 29 de psuedo democracia bajo una Constitución militarista de 1980), sea porque la prensa de Chile es ciega, sorda y muda, sea porque la comunidad internacional se creyó en los foros académicos, diplomáticos y demás, una versión fantasiosa, distorsionada de la realidad que vendía la imagen de Chile como el modelo exitoso del neoliberalismo latinoamericano, el «Jaguar de América», la democracia perfecta, etc. y etc. Falacias inventadas por un aparato de propaganda persistente y descarado. Eso hizo creer que Chile era el paradigma de la estabilidad social.
En el exterior sorprende lo que ocurre en Chile cuando un millón dos cientas mil personas salen a las calles a exigir pacíficamente el fin del modelo neoliberal que los tiene agobiados. Sin embargo para los 18 millones de habitantes de esa larga y desigual franja de tierra andina no es novedad porque lo viven, lo sienten, se levantan, dicen basta. La desigualdad social es una ley impuesta a los chilenos por el Estado neoliberal y se ha convertido en la forma de vida y de muerte en estos 46 años de sacrificio para al menos el 99% de la población de Chile. Solo el 1% disfruta y ostenta el 33% de la riqueza nacional, es decir del PIB. El 50% vive con menos de 550 dólares mensuales donde un pasaje en el Metro cuesta 1,20 dólares.
La desigualdad de Chile no es solo estadística, es estructural, está en el ADN del modelo heredado de la dictadura militar de Augusto Pinochet, asesina y corrupta cuya familia del dictador percibió todos los negocios ilegales en el territorio nacional. La desigualdad de Chile es provocada por voluntad política y económica de un puñado de privilegiados -encumbrados en una junta militar asesina- que se impuso por las armas y sus adláteres del poder militar y civil que ostentaron el control estatal en Chile desde septiembre de 1973 hasta 1990; y a partir de entonces, gobiernos concertados con la casta militar, civiles que actuaron con la complicidad de democratacristianos, socialistas y neoliberales -Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Ricardo Lagos, Michelle Bachelet y Sebastian Piñera- que heredaron un país regido por una Constitución -que no pensaron en cambiar- y que santificó los crímenes, la injusticia social y la exclusión política, que dejó el modelo económico monopólico intacto y el sistema educativo privado intocado.
En términos económicos la desigualdad en Chile no es algo reciente, constituye una marca que se remonta incluso a la colonia e inicios de la República. Desde que existen registros, “en 1850 aproximadamente, el coeficiente de Gini de desigualdad, ha oscilado entre 0.5 y 0.6, lo cual es extremadamente alto, en cualquier comparación internacional”, según estudios.
En cuanto a la dimensión política, existe una profunda “crisis de representación, legitimidad y participación política”, debido entre otras causas, a los diversos casos de corrupción e intento de captura por parte de grupos que han buscado utilizar el proceso legislativo para legalizar y legitimar sus ventajas. En el plano social, Chile se caracteriza por un sistema de protección social frágil y segregado, que no garantiza derechos sociales universales, sino que se centra principalmente en la reducción de la pobreza.
Como si esto fuera poco, desde los años 80, la década perdida, cuando Milton Friedman, el Chicago Boy, hizo sus propuestas neoliberales, Chile asumió lógicas de mercado para proveer servicios sociales privatizados: Salud, Educación, Pensiones, Seguridad Social, bajo un esquema de mercado escandaloso que desregularizó, es decir, dejó hacer a los empresarios privados que hicieron negocio con los derechos ciudadanos porque se tragaron sectores claves que dificultaron la reducción de la desigualdad. Insisto no es cosa solo de estadísticas, sino de concepto, es decir de ideología, que permitió la compra y venta de derechos sociales. Por eso los chilenos en la calle demandan hoy acceso a una educación de calidad y equitativo, por ejemplo, que es un verdadero escándalo especulativo en Chile, en manos de las sectas religiosas católicas, o embajadas de colonias como norteamericanos, alemanes, italianos, judíos etc., que crearon instituciones educativas elitistas para sus familiares, amigos y círculo social.
Hoy, las masas denuncian abusos del sistema y demandan un acceso equitativo a lo que consideran derechos sociales. El común de los mortales o se endeuda para toda la vida para pagar la educación de sus hijos o los envía a un colegio fiscal en donde el bulling a las minorías sexuales, por ejemplo, está a la orden del día. El 68% de los jóvenes LGTBI en Chile han sido sujeto de bullying homofóbico en sus propias escuelas. El caso de la educación es emblemático en este sentido. El sistema educativo chileno posee un diseño que predeciblemente tiende a “reproducir y perpetuar la desigualdad y estratificación social”. Es decir, el sistema escolar aún está lejos de ser un espacio inclusivo de encuentro social y formación ciudadana. Más bien, se caracteriza por la generación de trayectorias educativas poco inclusivas, diferenciadas y divergentes.
En Chile, “copia feliz del Edén”, ridículo y embustero verso de su himno nacional, la desigualdad existente atenta contra la consolidación de su democracia, cohesión social y desarrollo económico. La realidad chilena reclama a gritos un nuevo pacto social ¿entre quiénes? Habrá que ver. Pero por sobre todo un diálogo social sin tecnicismos mentirosos, sin trampas oficiales, sin declaratorias de guerras que solo entienden los termocéfalos del gobierno de Sebastián Piñera y la casta de militares asesinos que lo secunda y sostiene.