Me he puesto a pensar que la civilización del capital (y su forma más dura: el neoliberalismo) está asociada con un fenómeno contemporáneo al que se me ocurre nombrarlo como “fuerzas de anti-humanidad”. Esta forma civilizatoria, alineada con las expresiones más fuertes del dominio de una minoría privilegiada del mundo, se mueve y extiende mediante sus enormes corporaciones, acaso las más destructivas de la naturaleza y de las relaciones entre los seres humanos.
Envuelto en su naturaleza contradictoria, el capital busca aparentar una buena salud, aunque no alcanza a esconder su esencia enfermiza y sus grandes debilidades, porque su historia clínica nos revela que se nutre de abundante polución ambiental y desperdicio, para continuar aumentando su ya voluminoso cuerpo, al tiempo que su sistema genera más pobreza en la mayor parte de los habitantes de la tierra.
Los recursos para paliar su enfermedad incurable son la absorción egoísta de la riqueza, su obsesivo acaparamiento de los bienes, su defensa incondicional a quienes están asociados con la casta que domina el mundo del dinero, para lo cual el sistema ha creado un infame recetario económico que reparte entre quienes piensa que lo que necesitan, y que incluye además la oferta de un menú de costosas armas y de variados planes de invasión para consolidar así su gran fuerza de anti-humanidad.
Como en una gran junta médica de atención de emergencias, los organismos financieros internacionales intentan salvar al sistema enfermo ─igual que ocurre en una unidad de terapia intensiva de cualquier hospital─, pero su suerte parece estar ya echada y es solo cuestión de tiempo. Su disimulado hedor en vida se hace cada vez más notorio, y la gente empieza a reaccionar de manera multitudinaria ante el agravamiento del enfermo que amenaza cobrar otra vez su movilidad y golpear a todos con peligrosas sacudidas.
Sin embargo, la humanidad mayoritaria y auténtica sabe bien que es la única capaz de salvarse y regenerarse a sí misma, para recuperar su confianza, su espíritu optimista y la fuerza de la solidaridad y la justicia, como aspiraciones genuinas de su derecho a tener un buen futuro. La gente quiere escapar del sistema de anti humanidad o transformarlo de una vez por todas.
Los fenómenos masivos de protesta que hoy ocurren en nuestro continente y en otros lugares, son luchas antisistema, aunque aparezcan impulsadas por diversas motivaciones. Son luchas contra la enfermedad contagiosa del sistema en el que vivimos, y que en algún momento puede exterminarnos como especie, si no reaccionamos a tiempo. Es bastante probable que en el mediano plazo todos esos movimientos mundiales se amplíen y fortalezcan, pues estamos comprobando que la civilización enferma del capital margina, deteriora y arruina a la mayor parte de la humanidad, mientras el neoliberalismo hace lo imposible para galopar en su caballo de batalla que ahora empieza a dudar y a corcovear.
La imagen de la salud del capital, como espíritu de una civilización autodestructiva, se sustenta en una de las ideas de Antonio Gramsci, el gran filósofo, pensador y político italiano ─que fue víctima del régimen fascista en su país─, cuando en la década de 1930 escribió en sus Cuadernos de la cárcel: “La crisis consiste precisamente en que muere lo viejo y lo nuevo aún no puede nacer, y en este intervalo se producen los fenómenos enfermizos más variados”. Es posible que la idea de anti-humanidad sea uno de los fenómenos a los que se refiere Gramsci, como un pronóstico certero de la enfermedad y de la época en que nos ha tocado vivir.