Hace algunos años, tal vez algo más de veinte, se dio una baja dramática en los niveles de criminalidad en algunos estados de la Unión Americana. Los expertos de toda clase decidieron investigar qué había ocurrido para que se diera tan buen suceso. Y claro, comenzaron con averiguaciones que iban desde lo meramente biológico (alimentación, crianza, etc.) a todas las áreas de la vida cotidiana, como la programación televisiva y de otros medios de comunicación, la educación, las creencias religiosas y sus variantes en aquel tiempo, las condiciones familiares, los niveles educacionales de la población y un variopinto etcétera. Ninguno de los aspectos investigados arrojaba algún tipo de correlación entre el descenso de los crímenes y la circunstancia investigada. Finalmente, se decidió hacer un análisis histórico, y entonces apareció el pasmoso dato en común: en todos los estados en los cuales la criminalidad había descendido, unos veinticinco o trenta años antes se había despenalizado el aborto. Puede sonar crudo, pero se podría afirmar que, sencillamente, los criminales y delincuentes no llegaron a nacer.
Esos son los hechos escuetos, y pueden llover las interpretaciones. No deja, sin embargo, de llamar la atención cómo con frecuencia los religiosos que se autodenominan ‘pro vida’ apoyan la drástica medida de la pena de muerte para cierto tipo de delitos. Tal vez se les podría convencer esgrimiendo el argumento de que, según el dato citado, el aborto no sería más que una pena de muerte anticipada. Y en ese caso es muy posible que dejaran sus protestas y aceptaran la despenalización.
Fuera de broma, estos datos estadísticos, con su característica frialdad, no abundan en otros detalles: no existen cifras que mencionen si en los estados en donde no se despenalizó el aborto se adoptaron estos niños nacidos más allá del deseo de sus padres o de sus madres. Tampoco se han publicitado mayormente los datos de mortalidad materna tras abortos clandestinos. Simplemente exponen una verdad desnuda: allí en donde nacen más hijos no deseados, nacen más delincuentes. Esa es la correlación más evidente.
Y entonces brota una nueva pregunta: ¿qué es lo que hace que una madre no desee tener un hijo? Puede haber muchas razones, y muy posible algunas de ellas sí se relacionen con cierto ‘egoísmo’ de las madres y padres. Sin embargo, el motivo de la desesperación que lleva a muchas mujeres, sin duda a la mayoría de mujeres que abortan es la desesperación ante el abandono que sufren y el escarnio que los mismos sectores conservadores de la sociedad arrojan sobre ellas.
En Youtube existe el video, promocionado por alguna organización católica, de una enfermera que relata su pasado como asistente de un médico que practicaba abortos. La joven afirma que, tras una serie de experiencias traumáticas en las que vio el sufrimiento de las mujeres en trance de practicar la suspensión definitiva del embarazo, tomó consciencia de lo terrible de su trabajo. Una sola frase resume dramáticamente la situación. La mujer afirma, más o menos: “en ese quirófano yo participaba en la destrucción de cuatro vidas: la del niño, la de la madre, la del ginecólogo, y la mía”… Y claro, después de escuchar semejante afirmación, nace otra pregunta igual de angustiosa: ¿solo cuatro vidas? ¿no falta nadie en esa masacre espiritual? ¿y qué será del padre de la criatura, no se destrozará también su vida? El ginecólogo no ha preguntado por él, la madre mantiene su nombre en silencio, el bebé (así llaman al embrión en estos medios) aunque naciera no tendría noticia de él, y la enfermera asistente ni siquiera se acuerda de que existe. Y lo trágico es que ese personaje hábilmente eludido del elenco puede ser (de hecho, en la mayoría de los casos lo es) el verdadero causante del aborto, ya sea por lo espurio del embarazo (si se habla de un incesto o violación) o por la irresponsabilidad y el abandono del que hace víctima a su pareja o ex pareja.
La despenalización del aborto por violación o por otros motivos no es, no debe ser, un tema de cálculo electoral. No es ni debe ser tampoco un tema ligado a religiones que en su tiempo se cebaron en quemar vivos y descuartizar herejes, y ahora se autodenominan defensoras de la vida con toda la desfachatez del caso. No debe ser manejado tampoco por mujeres que son capaces de llorar en el momento de dar un discurso, pero que luego, convenientemente, desaparecen cuando hay que votar. Es un tema de salud pública, es un tema de compasión y humanidad. Y es un tema en donde no solamente la culpa es de la madre desesperada que busca una solución a su propia vida destrozada, sino de todos los que han intervenido en él, incluido ese anónimo co-hechor, cuya vida la mayoría de las veces no es que no se destroza, sino que ni siquiera se perturba, ni mucho menos se ve afectada con la misma intensidad que, según la enfermera católica, llega a lastimar hasta la del anónimo ginecólogo que practicaría un aborto ilegal.