Lo conocí hace ya 13 años. Justo cuando Quito recuperaba su Feria del libro. Aunque en verdad antes ya lo conocía, o al menos sabía quién era Antonio Correa Losada, porque había leído su poesía y varias de las revistas culturales que había editado. Recuerdo aquella mañana, en un ático del edificio del Ministerio de Cultura, en donde se acomodó una pequeña oficina para la Feria del libro. Saludó con su acento colombiano que, a pesar de haber residido media vida en Ecuador, nunca lo ha perdido. Esbozó una leve sonrisa tras sus bigotes entrecanos de toda la vida. Conversamos, como si ya nos hubiéramos conocido desde siempre. Y así empezó a construirse una profunda relación forjada siempre alrededor de la literatura, el periodismo, la política, los amores y las soledades.
Una de las primeras decisiones que adoptó Galo Mora como Ministro de Cultura fue, precisamente, la de recuperar la Feria del libro. Quito la había perdido por la inoperancia e ineficiencia de la Cámara del libro y las instituciones culturales de entonces. Para lograrlo, el Ministro Mora conformó un pequeño equipo de trabajo: Guido Tamayo, escritor y director de programación de la Feria de libro de Bogotá; Antonio Correa, como coordinador; Efraín Villacís y Pablo Salgado, como asesores del Ministro. Además, Mónica Varea, como gerente (por unas semanas); y Adriana Sánchez, como asistente. La intensidad del trabajo, el enorme entusiasmo y la voluntad política del naciente gobierno del presidente Rafael Correa hizo que aquella Feria denominada “Fiesta Internacional de la Cultura, el libro 2008” fuera todo un éxito; la mejor feria del libro de la historia; de lejos. Un excelente programa con 60 escritores internacionales; 40 escritores nacionales; 8 cronistas y 6 directores de cine latinoamericanos; 8 directores de las ferias del libro del Continente; 12 cantautores y grupos musicales; un pabellón infantil; y actividades no solo en el Centro de convenciones Eugenio Espejo, sino en universidades, colegios, centros penitenciarios, hicieron de esos 6 días una verdadera Fiesta de la cultura. Irrepetible.
En ese intenso trajinar operativo –no siempre fácil- de un evento de semejante magnitud comenzó a tejerse nuestra amistad. Es decir, entre libros. Si habría que buscar un hilo conductor de esta amistad, sin duda serían los libros. Aunque también las revistas. Y los autores. Y los amigos comunes, casi todos escritores y artistas.
Nunca supe cuándo empezaron a llamarlo “Maestro,” sobre todo las generaciones de escritores más jóvenes, con quienes siempre ha mantenido una especial relación, algo que no es muy común en nuestro medio. “Es el más querido entre mi generación. El resto de sus coetáneos no tienen mucha fanaticada”, me decía hace unos días Javier Lara, narrador y poeta. Antonio residió también en México, en donde realizó estudios de procesos editoriales y trabajó como editor y gestor cultural. Estas han sido las actividades de toda su vida. Y escribir, por supuesto. Esa labor de editor es la que quizá le ha permitido una relación no solo con sus compañeros de generación sino con los nuevos escritores. Ha construido espacios –revistas, libros- en los cuales siempre animó a los más jóvenes. Esta relación le permitió mantener, a través de los textos, una tarea de maestro. Ahora que lo pienso, en verdad, yo jamás lo llamé “maestro”. Siempre hubo una relación de iguales, de cercanos, de quereres mutuos.
Precisamente a Javier Lara le propuse hace dos años que sea parte de un proyecto en el cual tuvo mucho que ver Antonio Correa; la visita del gran Jorge Luis Borges a Ecuador. Para conmemorar los 40 años de esta visita –con la Cancillería y el INPC- publicamos un libro y una exposición -Un Espejo en el tiempo- con fotografías de Jorge Aravena que recogen la historia de esta visita a Quito y Guayaquil, quizá “la más importante de escritor alguno a Ecuador”, como señala con acierto Gabriela Alemán.
Antonio Correa había llegado poco antes a Quito, en 1977, para asumir el cargo de Editor del Círculo de Lectores, empresa española que había iniciado una fecunda labor por la promoción del libro y la lectura. De hecho el Círculo publicó varias colecciones con los más importantes autores ecuatorianos, con prólogos de Antonio. Y una de las formas para promover la lectura fue la organización de un “Encuentro de escritores de Hispanoamérica”. Invitaron a los más importantes, que formaban parte del llamado “Boom latinoamericano”. Lamentablemente no llegaron todos, pero si Borges, acompañado ya de María Kodama. Y fue Antonio quien –en noviembre de 1978- los recibió y acompañó durante su estadía en Quito y su visita a Guayaquil, pues mientras los otros escritores viajaron a Galápagos, Borges prefirió quedarse en el puerto principal.
Sin embargo, cabe recordar que sus “compañeros” escritores de izquierda, integrados en el Frente Cultural, recibieron como una ofensa la invitación a Borges. Antonio debió acudir a dar una explicación, no la aceptaron y fue expulsado de la reunión, según cuenta Antonio con orgullo.
Pitalito, un pequeño pueblo del Huila, en Colombia, es el lugar natal de Antonio. Lugar del que nunca se desconectó, y ahí siguen las huellas en el agua, aunque fue en Bogotá, en donde se vinculó con la literatura y los escritores. Bogotá es la ciudad en la cual han publicado varios de sus libros, y en donde reside una de sus hijas. La otra vive en París. Y es a Bogotá a donde ahora retorna, en esta secreta mudanza.
Las revistas culturales han sido también su gran pasión. Son espacios versátiles y creativos. Antonio editó las revistas institucionales de la Casa de la Cultura Ecuatoriana; Imaginaria, del Consejo Provincial de Pichincha; y del Ministerio de Cultura y Patrimonio. Para esto contó siempre con el apoyo y respaldo de Raúl Pérez Torres, su mentor desde hace muchos años. De ahí que no en vano le dedicó su poemario Cabeza Devorada: “A Raúl Pérez Torres, por su solidaridad a lo largo de los años.” También editó la revista Justicia, del Consejo Nacional de la Judicatura, con un equipo completo de redactores y fotógrafos aunque, como es de suponer, no duró mucho. En el Gobierno de la provincia de Pichincha además fue el editor general de la Colección Cochasquí, y Premios Pichincha, con publicaciones ganadoras del Concurso de cuento y poesía, del que también fue su coordinador. Además fue editor en la Campaña Eugenio Espejo por el libro y la lectura. Y formó parte del Plan Nacional del libro y la lectura José de la Cuadra.
Su primer libro de poesía lo publicó en 1989, el “Vuelo del Cormorán”: “en el cuerpo delgado tiembla un puñal/ y los gritos abren de par en par las puertas.” Luego en 1992 publica “Húmedo Umbral”: “En la hoja más fértil hiendes la débil uña/ y el jardín sacude la muerte desmembrada.” Desolación de la lluvia” aparece en 1997: “¿Qué levanta el párpado /y nos señala/con la sortija brillante de la ruina?”. Siete años más tarde, 2004, se publica ”Secreta mudanza”: “Bajo el sol/ un gemido oscurece la casa”. Después publica, en 2008, “Crónica de Magdalena River”: “Terrones caen y golpean/ uno tras otro/ la cabeza impasible del deseo.” En 2011 aparece una antología que recoge su poesía bajo el título “Huellas en el agua”. Posteriormente, en 2016, publica el poemario “Cabeza Devorada”: “Somos la desaparición lenta de la vida/ lo que acabamos de hacer es bruma que avanza hasta perderse”.
También publicó ensayo, crónica, varias antologías y, en 2016, incursionó en la narrativa con la novela corta “Bajo la noche”.
Nos encontrábamos a menudo, en cualquier bar o en La Carnicería, en plena Zona, para conversar casi siempre de literatura. O en su departamento, por la Granda Centeno, en donde, de vez en cuando, algunos amigos cocinaban. O simplemente nos juntábamos para seguir platicando de libros, acompañados de un buen wiski. O en mi casa, y coincidíamos en la necesidad de ejercer la crítica en un país -una ciudad- en la que no existe y que cuando alguien la asume, se la toman a título personal. Mas aun cuando seguimos conformado guetos para asegurarnos los elogios. O escuchar música en un viejo equipo de sonido. Y charlar de Colombia, de sus pintores – en casa tengo gracias a Antonio una preciosa obra de Diego Pombo, a quien no conocía, en la cual Simón ofrece una serenata a Manuela. O de sus actrices a partir de un libro, que reposaba siempre en la mesa de centro, que relata la vida de la diva Amparo Grisales. O de los amigos poetas comunes, Roca, Jotamario, Granados, Bonet, y tantos otros. O para leernos unos poemas. O para acercarnos a los eclipses de Cristina. O para escuchar el silencio, ese que se produce entre dos amigos que se miran y aprecian.
Sus huellas quedarán por siempre impregnadas en el agua de esta ciudad que lo acogió y lo abrazó. Huellas en este Quito que, poco a poco, se va tornando huraño. Lo recordaremos con su poesía, con su sonrisa cálida, su gesto amable y su voz de colombiano aun sabiendo que, desde el 2008, es también un compatriota. Se quedan los abrazos, los momentos compartidos, la alegría y uno que otro desencuentro. Será un hasta pronto. Una mudanza, como sucede tantas veces en la vida.
Por ello, las huellas en el agua serán espejos en donde miraremos siempre a Antonio, sonriendo y escribiendo.