Si hay algo inicuo en la vida es que ésta nos sitúe en un lugar próximo a la muerte. Más aún, a la muerte de los seres amados. Por diversas vivencias o referencias nos toca en algún momento de la existencia, ver los ojos claros, terribles, de la muerte. En mi caso la vida me ha eximido de estar muy cercano a la desaparición de seres próximos -padres, hermanos, hijos-, no obstante, sí me aproximó por los afectos y afinidades a seres amados, admirados y sentidos en su irremediable desaparición.
Este es el caso de Víctor Jara, el juglar mártir de Chile, el militante de las mejores causas populares de ese país. A Víctor lo conocí en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile en 1971, cuando cursaba estudios de Historia y el joven actor y cantante llegaba con su guitarra a participar de los mítines estudiantiles y veladas artísticas universitarias. Lo recuerdo amable, humilde, con un poncho de lana gris y su bondad que emanaba de su personalidad sencilla y noble. Luego de interpretar sus canciones que, al cabo del tiempo, serían los grandes iconos de la Nueva Canción Chilena, como Plegaria de un labrador, Te recuerdo Amanda, Vientos del pueblo, El cigarrito, entre otras, Víctor compartía con los jóvenes estudiantes charlando de música, teatro, una taza de café en el “casino” o cafetería estudiantil del Pedagógico.
La mañana que lo conocí, era un día soleado de mayo del año 71. Víctor, hacía poco, había participado en un mitin el 1 de mayo, organizado por la Central Única de Trabajadores, y comentó la experiencia con entusiasmo, anhelando que en estos eventos se multiplique la participación de actores y músicos populares, que una de las formas efectivas de hacer crecer la unidad política es a través de la convocatoria del arte.
A Víctor lo vi muchas veces cantar en los escenarios de actos organizados por la Unidad Popular; y de él, todos guardamos su imagen de cantor popular con poncho negro, su pelo ensortijado y su ancha sonrisa que precedía a su voz melodiosa interpretando su música. La última vez que presencié una actuación suya fue semanas antes del golpe del 11 de septiembre durante un mitin con estudiantes en el campus de la Universidad Técnica donde trabajaba en el departamento de Extensión universitaria.
Desde ese mismo recinto universitario fue llevado detenido Víctor, la mañana del 11 de septiembre de 1973 hacia el Estadio Chile que se encontraba a pocas cuadras del lugar. Víctor había decidido permanecer en la sede universitaria, como había pedido la dirigencia de la Unidad Popular. Esa mañana, iba a cantar en un acto que se había organizado con presencia de Salvador Allende. Luego de hacer dos llamadas telefónicas a Joan, su esposa, prepara el ánimo para quedarse hasta el día siguiente. Esa noche anima a los estudiantes en su último recital, mientras en todo Santiago suenan las balas de los militares. Al día siguiente, 12 de septiembre, los militares ubican un cañón del alto calibre frente a la casa universitaria y proceden a disparar hacia el rectorado, mientras tanto un centenar de soldados descarga sus armas contra la fachada de aluminio y vidrio. La resistencia es inútil: estaban desarmados. La tropa rompe puertas y cerrojos y hace prisioneros a los 600 estudiantes y profesores que permanecían ahí. Víctor es arrestado en la Universidad Técnica y conducido al Estadio Chile. En la platea del coliseo deportivo, junto a cientos de detenidos, el 16 de septiembre de ese año, fue torturado y asesinado con 44 impactos de bala en su cuerpo.
Una crónica de diario El País, de España, resume en estos términos ese hecho: “Cansados y con sus manos entrelazadas en la nuca, los 600 académicos, estudiantes y funcionarios de la Universidad Técnica del Estado (UTE) tomados prisioneros por los militares golpistas iban entrando al Estadio Chile, un pequeño recinto deportivo techado cercano al palacio de La Moneda. Un oficial con lentes oscuras, rostro pintado, metralleta terciada, granadas colgando en su pecho, pistola y cuchillo corvo en el cinturón, observaba desde arriba de un cajón a los prisioneros, que habían permanecido en la universidad para defender el Gobierno del presidente socialista Salvador Allende. Era el 12 de septiembre de 1973, día siguiente del golpe militar, en el alba de la dictadura de 17 años encabezada por el general Augusto Pinochet. Con voz estentórea, el oficial repentinamente gritó al ver a un prisionero de pelo ensortijado:
-¡A ese hijo de puta me lo traen para acá! -gritó a un conscripto, recuerda el abogado Boris Navia, uno de los que caminaba en la fila de prisioneros.
-«¡A ese huevón!, ¡a ése!», le gritó al soldado, que empujó con violencia al prisionero. «¡No me lo traten como señorita, carajo!», espetó insatisfecho el oficial. Al oír la orden, el conscripto dio un culatazo al prisionero, que cayó a los pies del oficial.
-¡Así que vos soi Víctor Jara, el cantante marxista, comunista concha de tu madre, cantor de pura mierda! -gritó el oficial. Navia rememora. Es uno de los testigos del juez Juan Fuentes, que investiga el asesinato del cantautor, uno de los crímenes emblemáticos de la dictadura, porque Jara fue con su guitarra y con sus versos el trovador de la revolución socialista del Gobierno de Allende en Chile. Por su impacto y la impunidad en que están los culpables, el crimen de Jara es en Chile el equivalente al asesinato de Federico García Lorca en España.
¡No me lo traten como señorita, carajo!, gritó el militar. Después le dio un culatazo. Lo golpeaba, lo golpeaba. Una y otra vez. En el cuerpo, en la cabeza, descargando con furia las patadas. Casi le estalla un ojo. Nunca olvidaré el ruido de esa bota en las costillas. Víctor sonreía. Él siempre sonreía, tenía un rostro sonriente, y eso descomponía más al facho. De repente, el oficial desenfundó la pistola. Pensé que lo iba a matar. Siguió golpeándolo con el cañón del arma. Le rompió la cabeza y el rostro de Víctor quedó cubierto por la sangre que bajaba desde su frente, cuenta a este periódico el abogado Navia. Los prisioneros se habían quedado pasmados mirando la escena. Cuando el oficial, conocido como El Príncipe y hasta hoy no identificado con plena certeza, se cansó de golpear, ordenó a los soldados que pusieran a Jara en un pasillo y que lo mataran si se movía. Un conscripto confesó que jugaron a la ruleta rusa antes de acribillarlo en el subterráneo”.
Han transcurrido 46 años de esos sucesos. La figura de Víctor Jara se agiganta en el recuerdo y homenaje de latinoamericanos y habitantes del mundo entero, que hoy escuchan su música con el dolor vivo aun en la memoria de esos días aciagos de la historia chilena. Víctor representa el artista militante, el cantor comprometido con las luchas sociales de la humanidad. Y trasciende inmortal, juglar mártir del pueblo.