Alguna vez la identificamos como la frontera caliente por el fragor de las relaciones limítrofes colombo ecuatorianas, en cuya dinámica se dan diversas actividades, narcotráfico, guerrilla, grupos paramilitares, delincuencia, prostitución, secuestros, contrabando de combustible, y crímenes a la orden del día. Pero San Lorenzo no es solo eso.
Más allá de la violencia existe un pueblo productivo y emprendedor, que lucha diariamente por la subsistencia y resiste el aislamiento social en condiciones de extrema limitación y abandono oficial. San Lorenzo del Pailón, es cantón y puerto de la provincia de Esmeraldas, ubicado en la parte más septentrional del Ecuador. Su cabecera cantonal es la ciudad de San Loreno, región de gran biodiversidad y en la que conviven las culturas indígenas Awa, Chachi, Éperas y afro descendientes. El cantón San Lorenzo cubre un territorio aproximado de 305.310 ha., y su división política está conformada por una cabecera cantonal y de 12 parroquias rurales: Ancón de Sardinas, San Javier, Tululbí, Mataje, Tambillo, Calderón, Santa Rita, Urbina, Alto tambo, 5 de Junio, Concepción y Carondelet.
La población total del cantón San Lorenzo, según el censo del año 2001, indica que es de alrededor de 28.180 habitantes; siendo la población urbana 14.600 Hab. y 13.580 Hab. la población rural. Se estima que un 35% de los pobladores actuales no son originarios del cantón. Las principales actividades económicas de la ciudad son la pesca, la agricultura y el comercio. En San Lorenzo tiene lugar una de las tareas productivas más dinámicas del país: la recolección de conchas, conocida como la acción de conchar, que da trabajo como concheros a más de ocho mil personas nativas del cantón y a cientos de contadores de conchas y comerciantes del producto.
En las inmediaciones del puente que lleva al muelle existe uno de los 80 chiqueros de acopio de la concha que hay en la ciudad. La construcción de madera tiene estructura de palafito que levanta las habitaciones sobre la orilla del mar y un área en un nivel más bajo, como bodega, donde se recoge la concha y se la cuenta para empacarla en costales de 100 kilos cada uno para la venta. El sitio que comprende dos viviendas humildes es de propiedad de Tarsila R. experimentada conchadora y madre de 10 hijos, los mayores dedicados al oficio.
-Me fui a vivir a una parroquia que se llama Tambillo a los 19 años y ahí yo aprendí a conchar a esa edad. Mi esposo también trabaja en las conchas y cuando saca del manglar las mete en el chiquero. Esta es nuestra vida.
Una vida de esfuerzo entre los concheros, gente nativa del cantón que aprendió su oficio por herencia de sus padres y familiares. Entre ellos hay los que recolectan la concha entre los manglares, los que cuentan las unidades en los centros de acopio y quienes la comercializan entre los compradores que vienen de la sierra o de otros puntos del litoral.
Roberto H. un joven contador de conchas narra su experiencia entre los raízales del manglar.
-La conchada es dura, eso no lo hace cualquiera, cuándo usted va a un manglar tiene que saber a lo que va, porque a veces usted cuando llega, ahí no más con ver le dan ganas de regresarse. Hay varios peligros el pejesapo, la ortiga y los mosquitos. Se lleva el mechón y se lo prende, y el humo es para protección contra los mosquitos.
Friso M., un conchador amigo de Roberto, confirma la versión.
-No me agrada mucho la concha, pero si pesco. Pica mucho mosquito, te sale roncha en el cuerpo es muy trabajoso en el barro. Uno es alérgico al barro. El conchero pasa trabajo, pero la compran muy barato la concha. Si le pica un pejesapo pierde el día y pierde todo.
Byron M. es otro conchero que narra el sacrificado oficio entre los mangles.
-En los manglares es un trabajo forzoso, cansoso, con riesgos porque ahí hay un pez que le llaman el pejesapo y pica y tiene un fuerte veneno. Y se encuentra uno con culebras, es una actividad forzosa. Yo creo que llevo en esto toda mi vida porque empezaron mi papá, mi mamá y tengo 32 años. De aquí de las orillas siempre la canoa recoge personal y se lo va a dejar al manglar. Ahí se comienza la jornada. Hay temporadas en las que también aguantamos el zancudo, el tábano.
El puerto de San Lorenzo es el punto de embarque desde Ecuador hacía Tumaco, en Colombia. En la zona del muelle en la calle Imbabura, tiene lugar una febril rutina. Esta tarde tórrida desde ese sitio salen y entran embarcaciones cargadas de mercadería foránea y productos locales. En el muelle se confunden comerciantes, traficantes, policías, visitantes y militares. Mientras observamos el ir y venir de las lanchas con personas y productos, más allá se distinguen embarcaciones militares de la Infantería de Marina que patrullan la zona en actitud vigilante. Cuando intentamos registrar imágenes en la cámara fotográfica, un guardia del muelle se acerca para darnos indicaciones de tener mayor prudencia con las tomas fotográficas porque entre los botes hay contrabandistas de combustible y traficantes de estupefacientes que se pueden sentir aludidos. Además, los efectivos militares se han percatado de las fotografías que estamos haciendo y observan con especial interés. Decidimos suspender la sesión fotográfica para evitar inconvenientes.
Nuestro anfitrión, Marcelo A., un comerciante de conchas, nos conduce a pocas cuadras del lugar a la casa de doña Etelvina, una mujer adulta mayor, madre de nueve hijos, propietaria de una lancha de conchar y de oficio de conchadora por tradición y necesidad económica. Nos recibe con entusiasmo, y al poco hablar, nos brinda un pescado frito en una palangana, con arroz y gaseosa para el calor. Entre bocado y bocado nos vamos enterando de su historia. Etelvina fue madre muy joven de su primer hijo y al morir su madre se vio en la necesidad de trabajar y lo hizo como conchadora, una actividad sacrificada por la que hay que pagar un tributo a la inexperiencia.
-El oficio de la concha lo aprendí cuando murió mi mamá, me tocó trabajar. Yo tenía mi primer hijo -tuve nueve- y él lloraba del hambre y yo no sabía trabajar, y de ahí me iba a conchar y yo lloraba porque metía la mano y me dolían las uñas. Antes no se conchaba con guantes. Y yo solitica me ponía a llorar, solita, me iba a conchar. Lloraba él y lloraba yo porque no sabía trabajar y no más había muertos, eso hace unos cuarenta años.
Con el tiempo llegó a dominar su oficio y empujada por sus nueve hijos tuvo que convertirse en emprendedora de la actividad del concheo y adquirir su embarcación.
-Tengo una lanchita que van a conchar al mar. No es mía, sino de Dios, usted sabe que uno es encomendada nomás de las cosas. Todo lo que tenemos es la misericordia de Dios. Alla están los manglares y ahí ellos saltan con su canasto, puesto las botas, las medias, los guantes y el mechón. Saltan a conchar al barro y les pican pejesapos y no pueden conchar más porque duele como la picada de culebra. De ahí cuando sube el agua, regresan de vuelta a la casa.
Su esposo poco la acompañó en su compromiso marital.
-Mi esposo no conchaba, ya murió, es que él era bebión. La gente bebiona, vaga, se muere rápido, no se cuidan, andan con mujeres y creen que la mujer es alimento.
Etelvina es una de las mujeres conocedoras de la realidad de San Lorenzo. Ha sido testigo presencial de los hechos más violentos que ha vivido la ciudad en los últimos tiempos. Vecina, a unas pocas cuadras de la delegación policial bombardeada por los sicarios de Guacho, Walter Arízala Vernaza, el 27 de enero del 2018 cuando la organización Oliver Sinisterra que dirigía dinamitó el cuartel policial. Etelvina cuenta cómo vivió esa experiencia.
-Con la explosión me espanté, las ventanas se abrieron porque las tenía sin picaporte. Fue muy fuerte, se sintió muy duro porque estamos a solo dos cuadras del lugar del atentado.
Etelvina tiene su propia versión de los acontecimientos. Y asegura que Guacho no ha muerto, que está vivo.
-No le mataron, Guacho está vivo. El muerto solo es una copia. Le pagaron a uno para que digan que lo habían agarrado. Yo que estoy por aquí, si se. Yo me voy a Colombia cada fin de mes y eso allá es mentira, Guacho está vivo. Él se fue a otro lugar. Tenía que irse para que todos digan que murió. Eso es como una cadena, se va él y viene otro y otro. Cuando dijeron que lo mataron al Guacho, la mamá fue, y los militares no la dejaron verlo. Ni un familiar pudo verlo. Nadie lo vio. Fue una estrategia de ellos.
Incluso una vecina corrobora esa versión, y agrega que el terrorista fronterizo es una persona querida por su pueblo.
-Guacho es una buena persona, es bueno, él hizo la carretera de Mataje a Las Delicias. Entre ellos se peleaban, pero con la gente de su pueblo no ha cometido nada. Usted al pueblo va sin miedo, cada quince días voy a Las Delicias. Primero está Mataje, pasa por el puesto de la marina. Usted va y hay militares en los montes como usted no tiene idea. Ahí está rodeado de militares.
La tarde cae. La brisa que viene del mar refresca la barriada de doña Etelvina. Entre las casas humildes se escabullen los últimos rayos del sol. El mar es un horizonte ceniciento. Allá, entre los mangles se recogen los últimos concheros al final de la jornada.