Hay ciudades para vivir y otras para morir. Quito se decía a sí misma ser una ciudad para vivir y sin embargo estamos muriendo en ella de muerte lenta, esa que acompaña a la pobreza, la mendicidad y la conmiseración por el otro. Hay esquinas donde la muerte se avisa en un cartel de migrante o refugiado. O en el rostro de un niño en brazos de una madre dispuesta a todo por un alimento para su hijo. La muerte de una ciudad para morir no es un hecho biológico necesariamente. Se puede uno morir de tedio, de tristeza o de estrujamiento del alma ante la muerte lenta que implica la miseria del otro y seguir como autómatas, vivos, caminado por las calles, trepándonos a los buses convertidos en baratillo de ofertas miserables.
No hace falta un sepelio para asistir en cada esquina a la muerte social del negro limpiador de parabrisas o del niño que vende caramelos amargos para endulzar un poco su agria existencia.
La muerte viaja en trole, de norte a sur de una ciudad larga como un pasillo triste y perdón “no han venido a molestarnos, muchos menos a incomodarnos”, los dulceros amargos, los ciegos que solo ven su abandono detrás de las gafas oscuras, del lisiado que canta loas a un Dios que no tiene tiempo de volver sus ojos a su desamparo. Y el viaje hacia ningún destino, continua inexorable. Y las puertas del trole apenas se abren y se cierran para dejar subir y bajar a los comerciantes de la miseria, a los mendigos disfrazados de vendedores ambulantes, a las mujeres jóvenes que venden chicles con un guagua en los brazos. No hay pasillo por donde caminar sin tropezar con alguien. A pesar de eso, la multitud se aglomera siempre y para el vendedor mendigo eso es más que suficiente. “Si vendemos 5 fundas diarias obtenemos una ganancia de 10 dólares. Es dura la competencia, pero es la única forma de tener dinero honradamente”, dice un vendedor.
Y en la siguiente parada sube un rapero redimido en la cárcel que canta, recita o proclama su condición de ex presidiario, pero podemos seguir tranquilos el viaje urbano porque no se ha subido solo, se ha subido acompañado de un delicioso chocolate en promoción y no para robar porque ahora Dios permite que se gane la vida “sin hacer daño a nadie» y canta, recita o proclama la miseria de todos los muchachos de esta ciudad para vivir, que como él viven en la gracia y son un milagro de Dios que convierte y “salva” a sus hijos, aun cuando no hayan cumplido su condena por las fechorías juveniles cometidas. Y es el canto a ritmo del rap una lastimera letanía de todos los infortunios que pueden suceder en las calles de esta ciudad para vivir desamparado. El rapero irrumpe en el trolebús con “un mensaje de amor religioso”, acompañado de un parlante de donde sale una estertórea melodía: “Con la canción sorprendo y sensibilizo a los pasajeros, con el mensaje viene la plata”, dice con acento costeño.
Y cuando el rapero se baja dos o tres vendedores de la competencia se han subido y esperan su turno para promocionar su negocio deprimente. Pero un payaso triste que se trepó al trole hace dos andenes atrás, comienza a repartir estampitas con mensajes de “autoayuda” y que los entrega con una sonrisa en sus labios mientras se presenta como un payaso entristecido por su propia y desnuda pobreza que viste con harapos de colores y una falsa sonrisa pintarrajeada en el rostro. Despues de unas palabras tristes que se caen de la boca del payaso hay un silencio cómplice. Se ha subido al trole un discapacitado que salió ayer del hospital público atendido de una enfermedad terminal y que drena su miseria en una funda de plástico que sale adherida a su abdomen. Su sola presencia es una puñalada mortal al corazón de los “señores pasajeros” que viajan de norte a sur en esta ciudad para vivir presenciando su decadencia urbana y espiritual. No se trata de que los árboles no nos dejen ver el bosque que protege la ciudad amenazada por volcanes, son los propios edificios grises que ocultan el sol que cada mañana promete un nuevo dia, un día distinto en la ciudad que se reitera a sí misma cotidianamente, en la crisis y en el rostro de sus habitantes que van de un lugar a otro sin un destino promisorio.
Son prácticas laborales para sobrevivir, algunas legítimas, pero otras colindan con la negatividad y el miedo, para lo que es preferible ignorar y no demostrar temor. Un medio de transporte masivo en el que pese a estar prohibida la comercialización de productos, cada vez es más común la presencia de vendedores de la miseria y el abandono ambulantes. Ese medio de transporte masivo en los últimos tiempos se ha vuelto un mercado informal con ruedas, en el que a diario se transportan 400.000 personas. Un mercado que nunca está desocupado y en el que por el pago de 25 centavos de dólar se puede ir de un lado a otro, sin necesidad de bajarse, de ser posible durante las 17 horas que opera el sistema a lo largo de los kilómetros de extensión que incluye su recorrido. “Y no se sabe si entre los vendedores hay pillos que se sustraen los celulares y billeteras de los usuarios. Porque eso es lo que inquieta a la mayoría de personas que, según manifiestan, optaron por trasladarse en este medio inaugurado hace doce años, precisamente para no desplazarse en los buses urbanos donde los asaltantes, muchas veces bajo la etiqueta de ‘comerciantes’, los desvalijaban. Que la falta de liquidez en el país y la crisis venezolana que afecta a Ecuador son las causantes de que haya cada vez más personas vendiendo productos en la trole vía», según registra una crónica de prensa.
La muerte en esta ciudad se despabila cada mañana y sale a deambular por las calles. Y toma las mil formas del rostro de sus habitantes. Los que amanecemos en ella estamos divididos por los del norte y por los del sur. Los primeros disimulan la muerte de pobreza vitrineando mercancías en un centro comercial, los segundos no tenemos nada que disimular frente a un escaparate. Solo los de entonces que seguimos siendo los mismos, aquellos que no disponen de futuro y la vida deben pagarla de contado, sin diferir las penas en cómodas cuotas mensuales. Solo en las elecciones del alcalde nos damos cuenta de que hemos sido la mayoría de los transeúntes, de esta ciudad para vivir. Dejamos impunemente que un advenedizo fungiera de corregidor o edil municipal, sin tener la más urbana idea de donde empieza y donde termina esta ciudad para vivir del engaño electoral, del fraude administrativo, del pasar de agache y salir del cargo gastando los últimos centavos municipales en una campaña para lavar su imagen como el peor alcalde que hayamos tenido en la ciudad para vivir de la mentira. Pero un día la ciudad se puso más aparente, mas coherente con los barrios del sur y eligió a un alcalde que no nació en los barrios elegantes ni se educó en los colegios de élite, pero que se aprendió de memoria la lección de como “comunicar” a la gente de cómo “llegar” a los barrios humildes que se trepan a las faldas del Pichincha. Y todavía no sabemos cómo ese edil hará de esta, una ciudad para vivir. Mientras tanto el trole continua su ruta entre pitazos de claxon de la congestión vehicular y los gritos de los vendedores de la miseria. Cuánto le cuesta cuánto le vale se estarán preguntando, “a la orden” vendo lo que quiera, y vine acompañado de mil chucherías, incluida mi propia alma antes de que se la lleve el diablo que pactó con Cantuña la construcción de uno de los templos donde redimimos las almas en pena que habitan esta ciudad para vivir sin penas.
Y da lo mismo si seguir viaje hacia el sur, o bajarnos en el centro histórico con una historia de traiciones, protestas y muros grafitados hasta el asco. El paisaje natural que rodea algunas ciudades camufla su miseria, pero Quito no puede ocultar su “carita de Dios” ante el mundo. En cada piedra conventual hay el llanto de un mendigo, en cada adoquín el escupitajo de un indigente. La gran virtud de esta ciudad para vivir de cara a su realidad, es su propia impotencia de ocultarse a sí misma. No tiene cómo eludir su condición de urbe en crisis. No tiene como pasar de agache, como sus habitantes que viven “otra” ciudad para vivir…en sus sueños.