A mis hijas, Gabriela y Paula
Conocí a mi padre a los 8 años y a los 10 años de edad, el dia de mi cumpleaños, el poeta Vicente Parrini me regaló un libro fabuloso El último grumete de la Baquedano, del chileno Francisco Coloane. Un texto para fascinar a un hijo, bajo el presupuesto de que la travesía de ultramar era una metáfora de la vida.
A mis 17 años, sentado junto a una fogata a orillas del mar, con mi padre nos reconocimos iguales, solidarios, por sobre todo amigos. Esa noche cada chispa de los leños ardientes era una metáfora de las verdades que juntos nos llevó a descubrir nuestro diálogo inolvidable. Y esa amistad que irrumpió como las olas del mar, quedó explícita en una fotografía suya, que me regaló en la primavera de 1969, en la que aparecía erguido como un roble poderoso ante mis ojos: “A mi hijo Leonardo. Su padre y amigo”, decía al reverso la foto. Su amistad en mi adolescencia venía a suplir la carencia de su figura referencial en mi primera infancia.
La vida es una cátedra no siempre sistemática, pero si, persistente. En esa aula vital aprendí que uno de los mitos que debíamos derribar respecto de la figura paterna, es aquel de la relación absolutista que impone el padre biológico. La paternidad biológica pondera el mito del anciano de la tribu, con su visión de la experiencia paternal que todo lo sabe, todo lo puede. Nada más falso. Nada más saludable que humanizar al padre, es decir, ponerlo en su piel vulnerable y relativa.
La paternidad es esa condición que, sin duda, va y debe ir mucho más allá del hecho biológico de concebir un hijo. Es imperativo derribar el mito que trastoca la paternidad en un absoluto marcado por el hecho de la consanguinidad que los avatares de la vida se encargan de relativizar. La condición de padre no se consagra por el lazo consanguíneo, sino que supone y consolida en el reto de una relación parental donde cabe la amistad, la protección, la guía de la voz del influjo, etc.
En el lado opuesto de estas dinámicas no es extraño observar padres que intentan masculinizar a sus hijos a través de actitudes hostiles y violentas, de desafío. Según expertos, el padre se convierte en una figura idealizada de poder tan distante que propone dos resoluciones, “o el sometimiento o el derrocamiento violento”, como forma de participar de la omnipotencia paterna, y la valoración masculina pasará permanentemente por quien se atreva a desafiar a esta figura de máxima detentación de poder, ya que desde ese lugar se va a confirmar o no la supuesta masculinidad del hijo.
Nadie nace sabiendo cómo ser un buen padre y eso no se aprenden en ninguna aula de clases. Si la vida me enseñó algo que sirvió para relacionarme con mis hijas, Gabriela y Paula, es que un padre debe influir en sus hijos y no valerse del poder de la autoridad para conseguir “obediencia”. Y en esa tentativa improvisada la vida me mostró que había que dar un paso más adelante que ellas para mostrarles el camino, y lograr influjo, pero un camino que coincidiera con la senda que ellas habían elegido. Por citar algunas enseñanzas aprendidas en conjunto: fui yo quien les descubrió el valor del rock, la luminosidad de un libro, la magia de la imagen fotográfica, y con el ejemplo hogareño -más que con las palabras- el sentido y valor de la lucha cotidiana por la vida, la honestidad como una forma de ser, la utilidad de la crítica y la sospecha ante toda forma de poder impuesto, la forma solidaria del amor y la amistad, la justicia y la libertad como valores trascendentales, entre otras cosas esenciales para la vida.
De mi padre había aprendido que un hijo no es un cheque en blanco, en el que se invierte para obtener réditos materiales o morales a ultranza. Tampoco el hijo es objeto de ese cheque que reemplace al amor paternal, porque aquello es corrupción. El dinero no vende ni compra todo.
En esa línea de sabidurías aprendimos de J. P. Sartre que “lo mejor que pueden hacer los padres es morirse jóvenes”, sentencia que dejó escrita el escritor francés en una libertaria y terrible invocación existencial. Y en otra afirmación extrema dicha veinte siglos antes, Cristo había gritado moribundo: “Padre ¿por qué me has abandonado?”. La ausencia del padre por muerte inexorable o el abandono civil por decisión propia, me parecieron siempre dos hechos inconcebibles ante los cuales no había que rendirse en una complacencia cómplice. Un día elegimos el camino de la paternidad responsable, esa conducta que nos hace actuar consecuentes con el compromiso moral que adquirimos al concebir a nuestros hijos.
A estas alturas de la vida, y habiendo sido hijos y habiendo sido padres, concluimos que ninguno de estos dos roles está libre de una verdad tremenda. Lo más terrible se aprende en seguida y lo hermoso nos cuesta la vida, como dejara escrito en una de las letras de sus canciones Silvio Rodríguez. La recompensa es justa: tengo dos hijas maravillosas que en cualquier momento y a quien les pregunte, dirán quién es su padre y cómo se relacionan con él. Un ser humano que ante sus ojos, al menos, quiso ser la sombra de un roble poderoso.