Se suele decir, repitiendo como un lugar común que alude a nuestra idiosincrasia, que el deporte refleja lo que es un país. Que el deporte es esa tentativa infinita que levanta el autoestima, y nos hace gritar convencidos de que sí se puede y, finalmente, nos hace creer que somos capaces de conquistar cualquier proeza humana.
Pero más allá de mitificar el rol social del deporte, cabe preguntarnos qué habría sido de Ecuador sin Ricardo Carapaz y qué más habría sido de él, si Ecuador fuera otro país. Pero en realidad, la pregunta es ¿cómo es posible que surja un Richard Carapaz en un país como Ecuador? La respuesta debe responder qué tiene el uno y qué tiene el otro para que un mismo tramo geográfico pervivan más allá del presente histórico coyuntural.
Carapaz nace a la gloria deportiva en el mismo país desalentado que viene multiplicando, desde hace dos años, la sinrazón y la frustración social. Carapaz, surge en el extremo norte de ese país, en el extremo de la pobreza de una provincia tradicionalmente abandonada. Irrumpe en un territorio donde reina el caos político que nos obstruye el futuro, en la república de la felonía que nos divide como pueblo, en el territorio de la exclusión que nos aniquila y niega posibilidades a un sector vital de la población.
Carapaz hace de ese mismo país, un territorio de unidad tras su triunfo. Logra convocar más allá de odiosas diferencias a moros y cristianos, a irreconciliables enemigos que se abrazan como iguales para celebrar el triunfo del carchense de oro. Carapaz logra como locomotora arrastrar a todo un país hacia el horizonte del optimismo.
Despues de verlo cruzar la meta triunfador y grande, volvimos a creer en nosotros mismos, a tener fe en algo y en alguien en el país del descrédito. Y sí es cierto que la vida consiste en apostar por lo que no se tiene, convencidos de que hay la chance de alcanzarlo. Para eso son los sueños, para cumplirnos, nos dijo Carapaz montado sobre su caballito de acero que lo llevó a cabalgar muy lejos en el territorio de la ilusión, su ilusión que hicimos nuestra ilusión con solo mencionar su nombre, emocionados de verlo llorar sobre su bicicleta luego de concluir la proeza de ser el campeón del mundo entre campeones del ciclismo de élite. Con Carapaz nos embriagamos de alegría, nos emborrachamos de satisfacción plena, de esa que inunda el alma como un renacimiento espiritual. Él nos regaló un país distinto por el breve lapso de algunos días en los que desafió el reto de ganar el Giro de Italia.
El vértigo del triunfo que celebramos tal vez dure poco, y volveremos a vivir en el país que heredamos de quienes hacen de nuestra alegría colectiva una plataforma política para seguirnos frustrando como pueblo con amargura de siempre. Esa “clase política” especialista en darnos clases de desaliento, de que debemos conformarnos con que ellos gobiernen para desdicha de las mayorías. Esos, dizque, representantes del pueblo que nos boicotean la alegría de vivir. Carapaz con su fervoroso triunfo deportivo neutraliza a los hacedores de un país tibión, de gobernantes calculadores que sacan las cuentas para ver por dónde obtener réditos del triunfo ajeno por el cauce de la demagogia.
Que nadie nos niegue el derecho a emocionarnos hasta las lágrimas con el logro de Richard Carapaz que ya es de todos. Lo suyo es nuestro, nos lo dio con la generosidad de un competidor grande haciendo alarde de derroche físico y espiritual para obsequiar al país el triunfo más importante del deporte ecuatoriano. Nos lo dio para recuperar las ganas de vivir en un país que sigue siendo su país, nuestro país, pero que gracias a su triunfo es otro país. Un país que se quiere poner la maglia rosa para conducirse hacia mejores días.