La sociedad ecuatoriana padece de un síndrome provocado desde el poder: el miedo. Esa emoción caracterizada por una intensa sensación desagradable provocada por la percepción de un peligro. Nunca antes en el país se tuvo la percepción de que estamos individualmente indefensos frente a las estructuras de poder. Esa emoción primaria que se deriva de la aversión natural al riesgo o la amenaza, está infundida como política de Estado a la sociedad civil. Y en primera instancia se propone la inamovilidad politica, la desmovilización social. Claro, porque el miedo paraliza. Y lo hace provocando un estado afectivo para la funcional adaptación del organismo al medio, del individuo al colectivo.
En un principio el miedo es un discurso intimidante, luego pasa a las acciones prácticas. Las “advertencias” son diversas, no como amenazas burdas, sino como señales de que si alguien no actúa conforme cierta lógica del poder corre el riesgo de determinadas circunstancias que por el momento le ocurren a otros, pero que no están lejos de ocurrir a cualquier hijo de vecino. Se pasa de este modo de la represión selectiva a la represión masiva.
La máxima expresión del miedo es el terror. No en vano se habla de terrorismo de Estado a esa convivencia bajo permanentes acciones de amenazas contra la seguridad ciudadana, individual o colectiva. El miedo, por tanto, es un aprendizaje. El miedo es algo adquirido, no se nace con miedo. Sin embargo, el miedo existente corresponde a un conflicto básico no resuelto.
Todo apunta a crear un clima de terror, propicio para inmovilizar a los miembros de una colectividad y así se abstengan de actuar en contra de los designios de quienes detentan el poder de la formación social. Las figuras de la intimidación suelen ser diversas: un régimen fascista fusila en la plaza pública a sus enemigos políticos como forma de escarmiento para el resto de la población. Los cuerpos sin vida de los reprimidos en la sociedad medioeval eran colgados a vista y paciencia de todos. En la sociedad esclavista la crucifixión era observada por todo el mundo. Estas formas “ejemplarizadoras” de enviar mensajes intimidantes han cambiado de forma, pero no de sentido.
En la actualidad se usan los mecanismos institucionales del Estado: persecución ideológica, judicialización de la oposición política, detenciones sin pruebas fehacientes, acusaciones basadas en falsos testimonios, conculcación al derecho de la libre expresión, etc., todo encaminado a crear ese clima de inseguridad que desencadena el miedo políticamente paralizante. Exhibir el castigo en la plaza pública como escarmiento para los demás, esa es la estrategia.
Pero además de la represión selectiva, luego se da lugar a la represión masiva. Pinochet nunca amenazaba: daba por hecho que hay un peligro (intimidación programada) para la sociedad y que debe ser exterminado: el cáncer del marxismo. Un mal metastásico que terminaría contaminando todo el cuerpo social. En el morenismo actual, en Ecuador, el correismo es ese mal que amenaza a la sociedad y que explica todos los males existentes en el país. La lección de Goebbels fue aprendida: personaliza en alguien o algo negativo a tus enemigos. Luchar contra el mal provoca cohesión por miedo.
Cohesión de los nuestros e inmovilización de los otros: ese es el paradigma impuesto por los regímenes terroristas. El miedo nos lleva a agruparnos con los conocidos, y excluir a los demás, constata Macario Schettino. Lo que se vive en la sociedad del miedo tiene como objetivo la desmovilización social de los opositores al poder establecido.
No obstante, deben darse las condiciones para que la politica pública del miedo funcione. Será necesario que la endeble institucionalidad del país se acomode según las conveniencias de las estructuras del poder y de quienes las manejan en un momento dado. El ambiente de dispersión social estimulado por los medios de comunicación social habla de una democracia roída por la falta de representatividad de las instituciones y sus representantes.
El miedo entumece a la democracia, la anula. El miedo nos hace inseguros y por eso queremos una economía más cerrada, con menos amenazas externas; el miedo nos aleja de opiniones que nos obliguen a pensar, y por eso el sesgo de confirmación crece: “creemos lo que queremos creer” y de ese modo surte efecto la propaganda disfrazada de periodismo. Esa relación no tiene una base racional, sino sentimental.
El miedo pone en tensión a las fuerzas de la sociedad y polariza la convivencia. Los extremos surgen como expresión de la exacerbación de la política. Desde el centro no se pueden ofrecer respuestas a quienes viven atemorizados, pero sí desde los extremos, apunta Schettino. En corto tiempo los extremistas logran apoderarse del poder. “La desaparición del centro se refleja en políticas que ahora se ha dado en llamar “iliberales”. Esto significa, en principio, una menor atención a los derechos humanos”, señala con lucidez el analista en mención. Puede verse el maltrato a migrantes, en militarización de la vida diaria, en reducción de libertad de expresión y reunión, en control de elecciones. Las formas son variadas, pero la esencia es la misma: menos libertad, concluye.
No hablamos necesariamente de extremismos ubicados a la izquierda o a la derecha de la política. Que no son esos los extremos más relevantes. Schettino puntualiza que los liderazgos surgidos de algún modo extremista, (Bolsonaro, Trump, Moreno en Ecuador guardando proporciones), no serán limitados o sustituidos mediante discusión pública de políticas, sino por la aparición de ofertas alternativas, también extremistas. Esto no hace sino incrementar el miedo.
El estatuquo existente en la actualidad en Ecuador a partir de mayo del 2017 fue construido no alrededor de ideas, sino de sentimientos (odio al correismo). Estimulación de los miedos generados supuestamente en un pasado y con proyección presente y futura. Mientras no desmantele la sociedad ecuatoriana este entramado de pasiones, seguiremos a expensas de los fantasmas que se crean desde las oficinas del poder en la sociedad del miedo.