La muerte por suicidio del ex mandatario Alan García es un acto de catarsis política. Un gesto de purificación de las pasiones que inspiró su presencia en la arena política peruana. García, el día anterior a su muerte, dejó escrita una carta que su hija Carla leyó en su velatorio: “dejo mi cadaver como muestra de desprecio a mis adversarios politicos”, dice la misiva en su parte esencial. Un mensaje que afirma la negativa a sufrir “la injusticia” y “el circo” de la detención preliminar.
El ex mandatario peruano que iba a ser detenido para investigaciones relacionadas con el caso Odebrecht, mostró tener conciencia del lugar que ocupó en la historia de su país: un líder populista y un presidente enfocado en los humildes en su primer período, y el político que luego cedió a los condicionamientos del FMI en Perú, en su segundó mandato. En su extrema decisión trató de diferenciarse de los demás presidentes como Fujimori, Humala, entre otros. Marcar la diferencia en su aspecto ético, en su conducta que aseguró fue alejada de lo actos de corrupción respecto de los cuales dijo no existir pruebas de su vinculación.
Su acto catártico, frío y deliberado, lo llevó a poner fin a su vida en un gesto de limpieza simbólica que pretendió lavar con su propia sangre el acto de escarnio al que sería sometido. Creyente en “la vida después de la muerte”, García ejecutó un rito extremo que pone de relieve que prefirió la trascendencia de una vida no contaminada con el caso Odebrecht. Siempre aludió a la muerte y terminó inmolándose para sanear su vida con su exterminio.
García es reconocido como un peruanista y latinoamericanista que fue consecuente con la retórica de la muerte que anticipó en sus declaraciones previas al suceso que terminó con su vida. No quería parecerse a otros perseguidos -que son muchos- en Perú. Practicó un ritual propio de la retórica de la muerte, tan propia de la izquierda latinoamericana y de sus líderes. No en vano proclaman: Patria o muerte, (Fidel Castro), Pagaré con mi vida el mandato del pueblo (Salvador Allende). García estuvo convencido de que llevando las circunstancias de su vida hasta las últimas consecuencias, cumplía el mandato mesiánico del populismo político.
Alan García eludió el escarnio en su vida con su muerte. Se eximió de ser arrestado, arrastrado y detenido por sus enemigos que debían probar su culpabilidad en hechos de corrupción. Como hombre religioso, creyente, eligió el camino del exterminio para trascender limpio mas allá de la historia. Su gesto es un acto de catarsis que no lo absuelve, pero lo libera de las pasiones a las que sería sometido.
Con la muerte de Alan García se espera un repunte de la Alianza Popular Revolucionaria Americana, APRA, y del populismo peruano, un proyecto político que no se plantea la transformación socialista de la sociedad peruana, sino su reforma formal y que utilizará su memoria para recomponerse políticamente.
Su muerte representa el extremo argumento de defensa personal ante el ataque de sus enemigos politicos que tampoco se plantean transformación social alguna. Su muerte es, paradójicamente, el triunfo de los empresarios corruptos de Odebrecht capaces de corromper a todo un continente. Una catarsis que pretende purgar la trayectoria de un político, cuyo autoexterminio está más allá de la valentía o la pusilanimidad.