Se ha vuelto frecuente calificar de fascista a todo aquel que no comparte ideas políticas progresistas, o de populista, a quienes defienden dichas ideas. Estas atribuciones que, más bien, responden a una adjetivación de la política, distraen del carácter objetivo de la realidad.
Para nadie es un misterio que el signo de los tiempos es de un relativismo ideológico, el descrédito de ciertas categorías teóricas a la luz de un intento de apoliticismo, o mejor, de una suerte de desnaturalización de la política como método y como práctica. Sin duda, amerita volver a los referentes teóricos que permitan comprender de manera más objetiva ciertos fenómenos de la práctica política actual.
Dos categorías se han vuelto de uso frecuente en el léxico político de la actualidad: fascismo y populismo. En principio, ambos términos se contraponen al liberalismo, e implican una condena moral del orden de las cosas de la democracia liberal y ambos representan una reacción masiva que líderes fuertes promueven en nombre del pueblo contra élites y políticos tradicionales. Pero en definitiva -como señala Federico Finchelstein- “el populismo es una forma de democracia autoritaria, mientras que el fascismo es una dictadura ultraviolenta”. Esta caracterización debe estar meridianamente clara, en teoría, para una correcta lectura de la práctica política. No todo gobierno de derecha es fascista, ni todo gobierno de izquierda es populista. Ambos términos, más allá de ser usados como adjetivos calificativos, son sustantivos históricos que responde a una etapa del capitalismo. Y tampoco corresponden a una impronta del carácter personal del caudillo que lidera sendos procesos políticos.
Según Finchelstein, el siglo XXI “se caracteriza por la crisis, la xenofobia y el populismo”. Y en este fenómeno, siendo de izquierda o de derecha, “lo que constituye la ideología del populismo es la necesidad de una forma de democracia más directa y autoritaria. En el populismo la parte (el líder) pasa a ser el todo. Todo populismo se arroja la representación absoluta de un pueblo entero, lo traduce delegando todo el poder en el caudillo. El lider -sostienen Finchelstein- puede convertirse en el mismo pueblo, lo personifica y hasta lo puede reemplazar, pasa a ser su voz. En cambio en el fascismo, el líder “tiene que ser autoritario e inflexible, sin ese líder el fascismo es una forma histórica incompleta”. El lider derrumba los cimientos del pensamiento liberal y las instituciones creadas, a través del tiempo, son nulas. No obstante, como apunta Atilio Borón, el fascismo “no se deriva de las características de un líder político por más que en los test de personalidad –o en las actitudes de su vida cotidiana, como en el caso de Bolsonaro en Brasil- se compruebe un aplastante predominio de actitudes reaccionarias, fanáticas, sexistas, xenofóbicas y racistas”.
Desde la perspectiva del materialismo histórico -apunta Borón- “al fascismo no lo definen personalidades ni grupos”. Es una forma excepcional del Estado capitalista, con características absolutamente únicas e irrepetibles. Irrumpió cuando su modo ideal de dominación, la democracia burguesa, se enfrentó a una gravísima crisis en el período transcurrido entre la Primera y la Segunda Guerra mundiales. Por eso señala que es una “categoría histórica” y que ya no podrá reproducirse, porque las condiciones que hicieron posible su surgimiento han desaparecido para siempre.
En el análisis de Finchelstein, ambos fenómenos pueden ser parte de un mismo proceso en el cual, “el pasaje del populismo a fascismo permite comprender las amenazas políticas de hoy”. Sin embargo, no todo régimen populista es fascista.
En el Ecuador de hoy amerita identificar si el país, de algún modo, se encuentra transitando dicho proceso.
El populismo juega el juego democrático, casi siempre, y termina de ceder el poder cuando pierden una elección. Por eso es importante observar qué pase en el mes de febrero con el gobierno en las elecciones seccionales. El populismo trasmite una concepción plebiscitaria de la política y rechaza la forma fascista de la dictadura. En el populismo la democracia es cuestionada pero no destruida.
El fascismo supone una organización y movilización de masas, especialmente de capas medias. Los regímenes fascistas clásicos europeos perseguían y destruían las organizaciones sindicales del proletariado y encuadraban vastos movimientos de las amenazadas capas medias. En el caso italiano, -apunta Borón- “llevan estos esfuerzos al ámbito obrero, dando origen a un sindicalismo vertical y subordinado a los mandatos del gobierno”.
Jorge Luis Borges decía con agudeza que “ambos -populismo y fascismo- respaldan la estupidez y la falta de pensamiento histórico, ignoraban las experiencias vividas y reafirmaban mitologías groseras”. El escritor argentino enfatizaba el modo en que sus líderes “transformaban la política en mentira. La realidad se convertía en melodrama”. Más allá de los discursos míticos, cuánticos o falaces de un régimen, amerita tener en cuenta una verdad: los gobiernos no son lo que dicen ser, sino lo que hacen, además de decirlo. Por eso es válida la sugerencia borgeana de enfrentar al populismo y al fascismo con verdades empíricas o, al menos, con una mirada bajo la luz de un método de análisis objetivo de la realidad.