Jugar y amar son actos esenciales del ser humano. Evocar el primer juguete es tan emocionante como recordar el primer amor. Las sensaciones placenteras suelen ser similares: el primer juguete y el primer amor tienen en común el descubrimiento lúdico, prodigioso del mundo, unido a esa irrefrenable provocación de los sentidos. El primer juguete pudo oler a madera u hojalata recién pintada. El primer amor huele a fruta, a cuerpo tierno y chocolate. Los primeros juguetes emergen desde los sonidos y susurros de la infancia. Suelen tañer a matraca, a engranaje de cuerda, a eco de nostalgia. La evocación del primer amor tiene la sonoridad de una risa o la armonía de una pretérita melodía. El recuerdo de los afectos originarios siempre viene enraizado con íntimas y secretas resonancias que reviven en el diapasón de las saudades.
El primer juguete pudo ser hecho por las manos hábiles y febriles de un artesano anónimo. Mago hacedor de artefactos que se animaron en las manos de un niño. Mi primer juguete era una catapulta de madera que recibí en una Navidad de manos de mi madre. Mi primer amor era una muchacha de porcelana. Ambos catapultaron las emociones de mi infancia de distinta y similar manera con la cadencia de las cosas que advienen, se quedan y van en el juego misterioso de ser y no ser. Entes amados sobre los que no sentimos posesión ni pertenencia, por la simple razón de ser fugaces, prohibidos. Con mi primer juguete jugaba en solitario. Al primer amor amaba a escondidas. Ambos habitantes de rincones y penumbras de guaridas secretas.
Solía pasar las tardes jugando con la catapulta, disparando dardos a monstruos imaginarios con la emoción del poder de quitar o dar la vida. La secreta sensación de ser pequeño dios que me hacía sentir omnipresente. La misma plenitud de estar junto al ser amado, la niña de mameluco marrón y blusa turquesa, cabello caído sobre el rostro pálido e incorpóreo.
El tiempo que todo lo destiñe amenaza con sepultar en el olvido mi primer juguete y mi primer amor, sin conseguirlo. Trascienden como antiguos anhelos, vivencias extinguidas que perduran en la memoria poética, aquella que dice Kundera, nos permite recordar sólo las cosas que amamos. El primer juguete y el primer amor advienen a mi infancia en tiempo de iniciaciones y perviven imperecederos. En el frenético tiempo de absurdos juegos electrónicos y afectos virtuales, invocarlos es mantener siempre vivo y volver a ser aquel niño que fuimos en un recoveco de vida.