Alguna vez Marx dejó escrita una frase que bien ilustra el sentido de la política: el hombre es el ser supremo para el hombre. Luego de releerla -a propósito de una investigación periodística que llevo a cabo-, pensé, ¿será que esa afirmación tan iluminada rige la política del país? Y mi primera respuesta se inclinó a una réplica negativa. Estamos cada día más distantes de esa realidad, o de ese deber ser de la realidad. Tal vez en esa verdad marxista se incube el sentido último del humanismo político, aquello que hace sentido a su nobleza. Sin embargo, la política en la práctica consuetudinaria de nuestro país, es todo lo contrario.
La praxis de aquellos que un día aspiraron al poder y hoy lo ostentan y detentan con desparpajo, sin miramientos de ninguna clase, descomponiendo la razón de ser de la política, explica el comportamiento sibilino que oculta sus verdaderas intenciones.
Ecuador se encuentra entre los países en los que jamás se ha consolidado una institución por sobre los intereses mezquinos del poder, regional, local o familiar; no obstante que nuestra historia está marcada por algunos intentos revolucionarios inspirados en el interés colectivo. Aunque esos intentos fueron abortados por la represión o la felonía; léase la revolución liberal alfarista a comienzos del siglo anterior y la gloriosa del 44. Y sin ir más lejos, el revés político del movimiento que llevó al poder a la revolución ciudadana, hoy trasgredida por sus propios ex coidearios.
Las señales presidenciales que emite Moreno Garcés son el signo de que el mandatario gobierna a espaldas de sus propios principios que un día dijo defender. Con la banda presidencial cruzada en el pecho afirmó el 24 de mayo del 2017: “Ecuador es mi partido”, y meses después dijo, “me importa un bledo el país”. La política sibilina que despista y confunde se impone por sobre la transparencia de las verdaderas intenciones.
El viaje que realiza Moreno en estos momentos indica que “ha tenido y tiene otras finalidades”, como señala en un artículo Orlando Pérez: “Al parecer, a Japón para hacerse un chequeo médico y verificar si se puede operar de su columna; y lo mismo a Harvard para ir al centro de rehabilitación más grande del mundo para personas con discapacidad. Es decir, viaja para asuntos de orden personal, usando el avión que dijo iba a vender y con el personal que le acolita en sus asuntos sin poner por delante el país”. Pero se nos quiere hacer creer que el viaje presidencial pone por sobre todo, los intereses nacionales.
Es hora de repolitizarnos, de hacer de la política un acto de protesta creciente. Es el momento de entender la política como una acto de reivindicación de los derechos ciudadanos en las calles. Un buen ejemplo de cómo un gesto casi individual se puede convertir en un torrente social, es la protesta que enfrenta el poder de Macron en Francia. La rebelión de los “chalecos amarillos” que comenzó hace pocas semanas cuando dos camioneros y la dueña de un pequeño comercio, lanzaron a través de las redes sociales una convocatoria a protestar en las rotondas de entrada de sus pequeñas ciudades por el aumento del precio del combustible, según nos recuerda Atilio Borón.
No sabemos si la protesta francesa será el paradigma que encienda la mecha de la disconformidad social en otros lugares del mundo. Al menos en América Latina, cuando ciertos analistas y propagandistas se regocijan por lo que llaman “el fin del ciclo progresista”, la protesta resulta ser un gesto esperanzador. Por el hecho de que desmiente la versión maniqueísta de que todo está perdido, de que ahora habrá que bancarse un próximo periodo de poder oligárquico. Aspiración inconfesada, pero estimulada desde el gobierno que hace de su gestión algo contrario a la dignificación de la política. Es hora de hacer saltar las alarmas del poder para que éste reaccione.