En un momento de mi niñez me impactaron las imágenes de una publicación que encontré en la bodega de la casa de mis abuelos maternos. En ellas aparecían escenas de los campos de concentración nazi en la Polonia de la Segunda Guerra Mundial. Aunque incompresibles, por la edad que tenía –tal vez unos cinco o seis años−, esas fotografías me anticiparon que algo extraño y terrible había sucedido en una realidad lejana a la mía, y de la cual no tenía ningún conocimiento. Después llegaron a mí las películas de guerras en el cine y en las primeras series de televisión, en las que se resaltaban solo las hazañas y los héroes del ejército estadounidense en Europa, mientras las noticias que publicaban los periódicos hablaban sobre la participación de los Estados Unidos en la guerra de Vietnam, después de haber sido también protagonistas, pocos años atrás, de otra intervención bélica en la península de Corea.
Todo eso formaba parte de un escenario geográficamente lejano para un niño ecuatoriano de inicios de los años sesenta. Eso era lo que estaba sucediendo en el mundo real y tenía un solo y claro mensaje: el sufrimiento, la destrucción y la muerte de los seres humanos. Ya no eran las simples representaciones producidas para el entretenimiento en las pantallas grandes y chicas del cine y la televisión, sino el anuncio de que la vida real era distinta y que había que poner mucha atención en ello.
Será tal vez por esto que para la mayor parte de la ciudadanía −cuando en general se habla de violación a los derechos humanos−, la noción más extendida en la actualidad invoca la presencia del sufrimiento y el dolor, asociados con situaciones de injusticia, falta de libertad, tortura, secuestro, violencia o muerte.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos −cuya resolución fue adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, celebrada en París el 10 de diciembre de 1948−, enuncia una serie de derechos que son considerados como básicos. La secuela de dolor, dejada por la Segunda Guerra Mundial, exigió que ese enunciado universal de derechos aterrizara en los marcos jurídicos constitucionales de los países del mundo, para posibilitar que la materia de los derechos de la Humanidad no terminara allí como un simple pronunciamiento de principios. Este fue un punto de partida que, en lo posterior, permitió discutir y formular otra generación de derechos, cuya evolución a través de los años presenta un esquema más complejo.
De acuerdo con este esbozo, y para definir de manera muy elemental estos conceptos, los derechos de primera generación son los derechos civiles y políticos, que están vinculados con el principio de libertad. Los derechos de segunda generación son los derechos económicos, sociales y culturales, relacionados con el principio de igualdad. Y los derechos de tercera generación −surgidos en la década de los años ochenta−, que se relacionan con los principios de solidaridad a escala universal, como son la paz, la calidad de vida, las garantías frente a la manipulación genética y otros. Sin embargo, existen nuevos derechos que se incluyen en otras generaciones, y que tienen que ver con temas contemporáneos muy importantes, como son el medio ambiente, la orientación sexual, la soberanía del cuerpo, la bioética y otros.
Si nos detenemos a pensar un poco, el asunto de los derechos de la población humana es bastante amplio y complejo, pues conforme las sociedades crecen y se desarrollan –unas más que otras, y con grandes desniveles−, crean también nuevos problemas que, de una u otra manera, inciden en los derechos de una buena parte de la población mundial.
Los llamados derechos de segunda generación o derechos integrales (económicos, sociales y culturales), tienen una significación casi insospechada en nuestra vida cotidiana. El simple hecho de despertarnos en la mañana en un día ordinario, y saber si tenemos que ir o no ir al trabajo, implica saber también que la sociedad en la que vivimos nos da o no la oportunidad de laborar y disponer de un sustento económico para nuestra familia. Si tenemos un trabajo y ganamos un salario, ¿es suficiente para tener una vida digna, en la que estemos en capacidad de satisfacer nuestras necesidades básicas de alimentación, salud, educación y vivienda? ¿Quiénes trabajan para mantener a la familia? ¿Solo los padres, o también los hijos e hijas mayores o incluso los niños de la casa? ¿Es eso justo? Hay un sinnúmero de preguntas que podríamos hacernos en un día cualquiera, si miramos más allá de las fronteras de nuestro hogar y de sus miembros. Fuera de esos límites en los que hemos crecido individualizados, la vida de la gente se mueve también dentro o fuera de los confines de lo justo o lo injusto, de los derechos o de la ausencia de estos. El gran problema que ocurre en nuestra sociedad es que lo injusto aparece como normal y cotidiano, y es entonces cuando pierde su sentido real y se esfuman tal vez, de manera aparente, las razones para hacernos más preguntas.
Lo mismo ocurre con los derechos que tienen que ver con el ámbito de lo social; es decir, con las formas externas e instituciones con las que nos relacionamos los pobladores de una comunidad, y con la igualdad que tenemos –al menos en teoría− como ciudadanos ante las leyes, ante el derecho al trabajo, la educación, la salud o la vivienda. Con respecto a este tema, la Declaración de los derechos integrales mencionó que: los derechos económicos, sociales y culturales fijan los límites mínimos que debe cubrir el Estado en materia económica y social para garantizar el funcionamiento de sociedades justas y para legitimar su propia existencia.
La convivencia en nuestra sociedad –me refiero a la ecuatoriana−, posee también algunas características especiales, en lo que atañe a los campos social y cultural. La diversidad étnica y cultural, que forma parte de la realidad del Ecuador, es una materia que nos llama a una reflexión detenida y profunda.
No podemos negar que las manifestaciones de racismo son evidentes en muchos ámbitos de la vida nacional. La discriminación racial ocasiona, a quienes la padecen, la pérdida de oportunidades de libre e igual acceso a la educación, la salud, el trabajo y la vivienda, y representa el menoscabo, el desconocimiento y el desprecio de sus aportes a la sociedad, con graves daños a su dignidad como personas.
Es necesario −en todas las esferas de la vida social, pública y privada, y en la práctica de la legislación−, la incorporación de medidas que eliminen cualquier forma de discriminación basada en la raza, el color o la pertenencia a grupos étnicos, de acuerdo con lo propuesto por instrumentos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en especial lo que se encuentra contenido en el Convenio 169, y es aplicable a pueblos de diversas etnias.
En el Ecuador “la cultura de la democracia” debe comprenderse no solo como un enunciado de principios constitucionales, sino como el reconocimiento y la práctica concretos de la población ecuatoriana con respecto a la diversidad étnica y cultural, y a la variedad de posiciones políticas que están presentes en el país.
La relevancia de este tema está en comprender que quienes conformamos la población de este país y del mundo en general –considerando que los Derechos Humanos son universales−, encontremos sentido a las cosas que hagamos en la vida cotidiana o a la calidad de relaciones que mantengamos con el resto de la ciudadanía que camina a nuestro lado todos los días, como sujetos de deberes y derechos por igual.
Los “otros derechos humanos” (los derechos económicos, sociales y culturales) no son una dádiva del estado o solo el mandato de una convención internacional preocupada en que los habitantes del planeta podamos entendernos y convivir mejor. Son el resultado de procesos políticos y sociales que han marcado etapas importantes en nuestras sociedades, pues representan hoy la necesidad imperiosa de replantearnos las nuevas reglas de justa convivencia a nivel mundial con un entrono de paz, de construcción de justicia y democracia con igualdad de oportunidades y derechos para todas nuestras naciones, de manera que la Humanidad vaya superando los traumas históricos vividos con anterioridad, y quede definitivamente atrás la añoranza de un pasado que jamás podrá volver, como fue el espíritu presente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.