No era un sueño. Estaba conversando con él. Frente a frente. Le pregunté que cuántas horas de escritura diaria ocupaba en planificar sus obras. Me dijo que ninguna. Que escribía de corrido, sin parar. Sin ninguna planificación. ¿Y Kafka en la orilla también? También, respondió. Entonces usted es un ajedrecista que puede prever muchas jugadas, le dije. Se defendió. Pues no. No anticipo nada. ¿Nada? Silencio de los amigos que cenábamos con él. El asombro duró unos segundos balbuceantes. Que Murakami es un genio todos lo sabemos. Que nunca seremos Murakami, también. Pero que su cabeza pueda contener, ya hechas, complejidades tan perfectas y refinadas, como esas tramas, personajes, escenarios tan diversos, realistas y sobrenaturales, que se suceden, sin solución de continuidad, en sus enormes novelas, era cosa del demonio. Lo que pasa, dijo, como disculpándose, es que corrijo siete veces un libro. Lo reescribo siete veces. Así tengo como reajustarlo hasta que quede bien. Qué alivio, dije.
Hablaba de modo tan sencillo que parecía no darse cuenta de que era Murakami.
A su lado, su esposa, una señora delicada, casi transparente, asentía con una sonrisa dulce. El contraste entre los dos era claro. Ella era de Tokio. Él, de un pueblo cercano a Kioto. Ella, como venida del cielo con la única misión de escoltarlo y protegerlo hasta de las fotos impertinentes. Él, como salido del puro barrio, pequeño, moreno, un oriental que podía pasar por un cholito peruano sin pretensiones. Ella que no quería responder a ninguna pregunta personal pues a los ángeles de la guardia no les ha sido dada una vida propia. Él que contestaba y comentaba, sin reserva ni contención, de un modo muy claro, lo que se le inquiriera o contara.
Por suerte, los invitados fueron pocos y faltaron la mitad. De modo que la reunión terminó siendo una cena casi íntima. A propósito de su costumbre de correr 10 km diarios y de su libro De qué hablo cuando hablo de correr, Kintto le contó que su mujer, Rosa, participaba en maratones mundiales. Murakami se entusiasmó y dejó ver que ese deporte, para nosotros, extremo, le interesaba tanto o más que la literatura. Él también corría maratones. En su libro De qué hablo cuando hablo de escribir dice que la combinación de ejercicio y escritura es ideal. Y añade una condena lapidaria: Un escritor está acabado cuando engorda. Al leerla, se me vinieron al recuerdo, como auxilios burlones, los cuerpos repletos de Balzac, Chesterton y los de los grandes enfermos de la literatura: Proust y demás almas sufrientes. Para colmo, Murakami había escrito ese otro libro detallado en defensa de la gran escritura y la buena salud: el mentado De qué hablo cuando hablo de correr. Obvio. Preferí callarme.
Luego, por suerte, la conversación giró hacia su reciente visita a Las Galápagos. Cambió de actitud. Ahora, entre preguntas y respuestas, se iba, cada tanto, del mundo, sumido en bruscos silencios de cabeza ladeada y ojos fijos en puntos imaginarios en medio de la nada. Sin duda, no quería perderse las ráfagas de recuerdos que atesoraba solo en su memoria, pues, nunca necesitaba, según dijo, de apuntes ni libretas de notas. Entonces me pareció entrever, en sus ojillos orientales, el destello furtivo de la iguana galapaguense que asomará, más que seguro, en algún futuro relato suyo.
Y hablamos de historias y libros. Darwin. Piratas y nazis escondidos, la enigmática baronesa de Wagner, la novela de Vásconez Hurtado y sus gatos negros, la de Hugo Idrovo, y, antes que nada, el bello y tenebroso libro de Melville, Las Encantadas. Edgar le contó que una de las islas fue convertida, en el s XIX, en colonia penitenciaria. Lucho, con su impecable inglés, aportó con nuevos datos. Yo le recordé que Melville refería en su libro que una isla, habitada por colonos díscolos traídos del continente, le fue entregada, nada menos que por el Perú, a un señor como pago a sus servicios en tiempos de la Independencia. Imposible gobernarlos. Lo hizo con un ejército de perros feroces entrenados por él. Así pudo lograr su peculiar dictadura. Murakami se interesó como un niño ante un regalo. Preguntó por lugares y épocas. Nunca había oído hablar de ese libro de Melville. Lo iba a leer de inmediato.
Me puse a mirar su cráneo. Braquicéfalo, es decir, redondo como lo tienen los asiáticos y los indios americanos como prueba de que son parientes. No era una gran cabeza. Algo armoniosa, sí. A pesar de la frente corrida hacia atrás y las entradas en el pelo hirsuto. Una cara algo aplastada. Cejas como acentos circunflejos muy arriba de los ojos rasgados y diminutos como signos de puntuación. Nada que ver con las cabezas espléndidas de Borges, Cortázar o Vargas Llosa. Pero allí se podían adivinar las perfectas conexiones sinápticas que le permitían tramar sus fantásticas historias. Todo un chisporroteo interior que apenas si llegaba, manso ya, a la voz tranquila, mesurada, en una palabra, tan igual al estilo de su escritura. De ese cráneo, nada grande, brotaron como enredaderas, intrincadas y frondosas, novelas como Kafka en la orilla ─siempre en primer lugar─, El pájaro que da cuerda al mundo, o 1Q84. Prodigios de una imaginación que explotaba muy arriba con juegos pirotécnicos armónicos y grandiosos para apagarse, apacibles, en medio de la noche del lector alelado.
Yo no sé si los libros de Murakami nos cambien la vida, nos rompan el espíritu como lo hicieron Tolstoi, Dostoievski, Flaubert o Faulkner; Duras o MacCullers; Kawabata o Mishima. Y nos dejen una herida perdurable que no cicatrizará jamás. Una sabiduría suprema. Un hachazo en el corazón. Es demasiado pronto para saberlo. Eso se sabe con los años. Con el recuerdo que sangra. Entre tanto, prefiero imaginar a Murakami como un ejecutante, como un virtuoso, como uno de esos músicos de jazz que más allá de la obra compuesta, se lucen en la interpretación, improvisando vuelos riesgosos pero con la certeza de las aves que saben lo que deben hacer para no morirse en el intento. Por allí andan Thelonius Monk y Charlie Parker. Creo que Murakami es de ellos. No en vano tuvo durante muchos años un bar de Jazz en pleno Tokio, El gato Pedro —antes de empezar a escribir—, y con la ayuda de su mujer de siempre, Yoko, para nada la señora aristocrática que yo había prefigurado. Un matrimonio childfree, sin hijos por elección.
Realmente, a mí no me importa, si compositor o ejecutante, la verdad es que, más allá del asombro, disfruto de su escritura como de una música bella.
Durante la cena hubo muchas más preguntas y Pavel le regaló el dibujo de un gato. Kintto habló de poesía. Murakami dijo que ella siempre es ambigua, distinta de la prosa que es concreta. Algunos poemas de Ginsberg nunca pudo traducir.
Muy de noche tuve un sueño. Que esa cena continuaba. Con todos los comensales en ella. Incluidos Raúl, el Maestro Antonio, Pavel, Pablo y la dulce traductora de Murakami, Rocío. Entre las sombras, alguien le preguntó ─en el sueño, digo─, que cómo describiría el salto de un gato. Vívidamente, Murakami respondió, con su sencillez habitual, que todo dependía de que si era cuento o novela. En un cuento solo diría que el gato saltó. Pero en una novela se vería obligado a nombrar, poco a poco, el encogimiento previo del cuerpo elástico, la expectativa de garras que se aferran a un borde y luego el esplendor de la fiera que se alarga en el aire, antes de la graciosa caída. Eso hace en sus novelas, pensé.