La palabra fascismo siempre infundió temor, tan desprestigiada por un alto grado de deterioro semántico del término que, desde la mitad el siglo XX, viene siendo posicionado como sinónimo de lo perverso, violento o criminal. A ese estatus ha contribuido el auge y caída del nazismo en Alemania e Italia en los años treinta y cuarenta de la centuria anterior; y, en la década de los sesenta y setenta, el surgimientos de las dictaduras militares de Brasil, Argentina y Chile.
¿Qué tienen de común denominador estas experiencias históricas, obviando sus particularidades coyunturales?
La respuesta abre el camino para la comprensión de fenómenos actuales calificados con el mote de fascismo, en países como Brasil o Ecuador. Una primera consideración común, es que de ambas experiencias surgen regímenes formalmente democráticos, elegidos en procesos de sufragio popular, a diferencias de los gobiernos del cono sur que emergen de la imposición castrense por las armas. A modo de cotejo, habría que decir que ambas modalidades son el cara y sello de una misma moneda, cuando el fascismo no supone una escalada de represión política violenta, a medida que se entroniza en el poder. Sin embargo amerita una distinción: una cosa es el fascismo, en tanto movimiento orgánico, con un partido que lo propicia, Partido Nazi en Alemania de los treinta, movimiento Patria y Libertad en Chile de los setenta; y otra cosa es cuando los propios organismos del Estado se “fascistizan” en manos de un gobierno de derecha y actúan con violencia ante la sociedad civil.
En el primer caso, son protagonistas los movimientos o partidos liderados por sectores sociales medios y altos que arrastran a los conglomerados populares, apelando a su sentido patriotero y moralista como respuesta a su propio desencanto frente a la situación de crisis imperante. Surgen los salvadores de la patria, saneadores de la moral con discursos plagados de prejuicios sobre la corrupción del país en boca de voceros que se rasgan las vestiduras ante la descomposición social y moral. Por lo general utilizan viejos cuadros de la derecha resucitados del sarcófago político, jurídico o social, que actúan secundados por una nueva casta de profesionales mercenarios. Tal es el caso de Ecuador y Brasil que se valen de comisionados, predicadores y adláteres entre abogados, fiscales, jueces y activistas, para propagar y ejecutar la persecución a sus enemigos, a través de la judicialización de la política.
En el segundo escenario, el Estado fascista propiamente tal, despliega los organismos de represión, ejército, policía, sistema judicial y propagandístico, para poner en marcha de un modo sistemático una maquinaria de persecución política a las órdenes de líderes de la derecha que advienen al poder. Es decir, hay que distinguir el fascismo como movimiento político y como régimen de gobierno; discriminar entre “una dinámica surgida de la correlación de fuerzas política de un momentos histórico dado, de la imposición armada de una fracción cívico militar”, según distingue Carlos S, Ferreira, analista brasilero, quien advierte que no siempre un movimiento fascista logra transformarse en régimen de gobierno.
Es notorio que cuando un Estado se fascistiza, los aparatos represivos paulatinamente endurecen su acción contra la ciudadanía, al comienzo en forma selectiva y muchas veces terminan haciéndolo de manera masiva. En ese proceso utiliza métodos propios de una guerra no declarada para eliminar toda manifestación de organización política o cultural que se oponga a sus designios, o simplemente defienda la democracia. Los medios de comunicación obsecuentes con el poder, hacen lo suyo y abonan el terreno con falsa información, campañas de propaganda y vocerías oficiales destinadas a justificar la violencia represiva.
En ese caso el gobierno despliega acciones y mensajes que exacerban el nacionalismo de rasgos moralistas con apelaciones machistas, sexistas o racistas. Un discurso, cuya línea divisoria traza diferencias entre “buenos y malos”, sin distingo de izquierdas o derechas que se coluden en un mismo accionar. Surgen entonces híbridas comisiones transitorias, tribunales ciudadanos, palestras religiosas o cámaras empresariales que hacen el trabajo sucio de delatar y hostilizar a sus víctimas propiciatorias.
Resulta notable que en esa dinámica, el fascismo suele ser la continuación del neoliberalismo por otros medios, que actúa como una cultura ideológico-política de más alcance y pone en mayor tensión la relación siempre conflictiva entre el sistema capitalista y la democracia.
Otro rasgo histórico de los ejemplos de Brasil y Ecuador, es la preexistencia de movimientos progresistas que llegaron al poder, a través de regímenes de corte populista, esgrimiendo un discurso de índole revolucionaria que cuestionó a las partidocracias que le precedieron. El desgaste o la pérdida de rumbo de las revoluciones del siglo XXI, abonó el terreno del fascismo que hace caldo de cultivo del descontento político y la frustración social.
Históricamente el fascismo siempre fue precedido por insurgencias populares, como respuesta reaccionaria a procesos revolucionarios abortados por la fuerza. Esos movimientos -cuyo claro exponente es Chile de los años setenta-, no lograron resolver favorablemente sus contradicciones y sucumbieron entrampados en las propias redes de la democracia formal.
Esa reacción forma parte del intento de restaurar el orden anterior a los procesos de cambio. Volver al pasado inamovible es la consigna, bajo el argumento de “salvar la libertad y la democracia”, simulacro de claro corte formal y aparente. Esta dinámica cuenta con apoyo de los medios de comunicación afines, prensa mercenaria que levanta un discurso del miedo al cambio revolucionario, a través de campañas de terror y desprestigio de los movimientos transformadores y sus líderes.
Es sintomático que el surgimiento del fascismo en la actualidad dice estrecha relación con antecedentes culturales basados en el liberalismo egoísta, la violencia intolerante, el desprecio por las ideas ajenas y el temor a perder los privilegios adquiridos en una sociedad sustentada en la desigualdad social. El telón de fondo de la parafernalia fascista es un mundo insolidario donde impera la ley del más fuerte.
El fascista no nace, se hace en la práctica de la convivencia en una sociedad de vencedores y vencidos en el miedo a ser desplazado por el otro, por el que me disputa un espacio vital, el negro, el indio, el migrante. O por el desprecio a quienes son seres distintos, el homosexual, la lesbiana, el marginado social. El fascismo es la negación de la democracia, y en su esencia constituye un peligro para la armónica convivencia social. Encarna el sentimiento de pueblos vencidos en la consecución de sus derechos. El fascismo desconfía de la racionalidad e impone versiones esotéricas de la realidad, apelando al sentimiento y al fanatismo de los pueblos.
Ecuador, acaso, está a tiempo de revertir un franco proceso de fascistización de sus instancias de poder politico y social. Siempre a condición de que la acción organizada de la ciudadanía con vocación democrática, se decida a denunciar y exigir el fin de la creciente persecución desatada en virtud de la restauración conservadora que avanza tras las huellas del fascismo.