Parece una pregunta obvia, pero cuando volvemos la mirada al entorno nacional caemos en cuenta de que vivimos en un país regresivo, de cara a un futuro marcado por el resurgimiento de formas pasadas de convivencia social. Y la pregunta deja de ser obvia y se convierte en un asunto vital. Vivimos una época de regresión en materia de derechos conquistados en la última década. La restauración de un estado menos justo, por la recuperación de privilegios odiosos.
He ahí los elementos conjugados en esta lógica: políticas públicas en función de la acumulación económica privada, la economía como gestión política de los sectores empresariales, y el sistema jurídico cooptado y puesto al servicio de la política.
El debilitamiento del Estado en detrimento de las políticas públicas conduce a una merma de los servicios básicos como derechos a la educación, salud, vivienda, seguridad social, entre otros, ahora preconcebidos como negocios privados. El capital impone su lógica por sobre el hombre, como alguna vez se dijo. Esta tendencia acusa una realidad evidente: deterioro en la calidad de vida de las grandes mayorías bajo una reincidente condición de miseria debido a la ausencia de una economía con sentido social. Se reiteran así los desequilibrios provocados bajo condiciones económicas injustas, inherentes al programa neoliberal.
No obstante, el neoliberalismo propiciador de este panorama no solo es un programa económico. Supone también un paradigma ideológico que crea una cultura política que, paradójicamente, promueve la despolitización de la sociedad. Esta satanización de la política como una gestión perversa apunta al descrédito y desconfianza de sus prácticas como vía de cambio y superación del conflicto social. A esa idea apunta el posicionamiento del gobierno, sin una personalidad ideológica explicita, a la luz de slogans como “El gobierno de todos”, “Ecuador es mi partido”, entre otras sugerencias propagandísticas.
Por eso se propició un “diálogo” sin considerar las diferencias sociales existentes, en lugar de reconocer el carácter plural y disímil de la sociedad, y a partir de esa realidad buscar consensos. Por esta razón, el gobierno de Moreno privilegió el entendimiento con sectores de la banca, empresarios privados y actores políticos de la partidocracia a los que le une el denominador común del odio al correísmo.
Desde esa perspectiva, la hoja de ruta gubernamental está marcada por unas políticas neoliberales sacadas del baúl de la partidocracia. El ideario es claro: reducción del Estado a un estado de asistencialismo bajo el control de gobiernos paternalistas que buscan distribuir riqueza solo hasta el punto estrictamente necesario que permita reproducir el orden establecido. Retorno al carácter empresarial de regímenes inspirados en el neoliberalismo económico que implica una cultura política de retorno a los viejos paradigmas de una sociedad socialmente inmóvil y fuertemente jerarquizada en detrimento de la democracia. Subsecuente aparición de teorías que, a través de explicaciones acientíficas de la realidad, pretenden confundir a la ciudadanía respecto de la situación nacional. Eso explica el uso folclórico de “teorías cuánticas” y viejas mitologías remozadas en una visión esotérica de la vida, puestas en el telepromter presidencial para supuesto lucimiento del mandatario.
Todo ocurre a espaldas del pueblo y no en función de la solución de sus problemas reales. Una simulación política puesta en marcha a partir de la metaforización del poder, que solo entiende la gobernabilidad como un gesto demagógico de promesas incumplidas y aseveraciones irrealizadas. Por eso no se cumplen los programas de creación de empleo, construcción masiva de viviendas, los planes para «toda una vida» o el saldo de la deuda cultural, entre otros. Entonces forma parte de la política del Estado reproducir hasta la saciedad, un discurso mediocre en el que la palabra desprovista de valor asevera lo inimaginable, a condición de simular, trivializar la realidad y salpicar los temas más serios con un dudoso humor de feria. La personalidad presidencial afable, bonachona, se presta para esa simulación.
En el repertorio de esa política comunicacional se usa un discurso prejuicioso, carente de autenticidad real, que impone la cultura del disimulo y una impostura en la que finjo ser lo que no soy: un gobierno de todos, ético, incluyente y participativo. Es el discurso de la disonancia cognitiva: digo una cosa, pero hago lo contario. Otra cara de ese discurso, es la virulencia verbal. Dentro de esa lógica, alguien debe hacer el trabajo sucio. Se requiere también de acciones fácticas desplegadas por delante de la cortina de humo con desfachatez supina, con descaro programado y violencia verbal inequívoca. Eso explica las declaraciones de los voceros de la Secom, en nombre de un discurso oficial unificado por una política de comunicación centralizada que blinda al mandatario, evitando exponerlo mediáticamente. Para eso están los gladiadores de la mentira bien presentada. Ese coro vocinglero incluye a los miembros principales y secundarios transitorios del consejo que emite exabruptos sentenciosos, descalificando a sus enemigos políticos y calificando su propia conducta como ley suprema. Que no tiene rubor de decir que su acción y palabras están por sobre todo lo demás.
Es el tiempo de la cacería de brujas. Lo que Ranciére llama el neoautoritarismo, una expresión de la cultura neoliberal que busca el predominio de la política como antidemocracia y conculcación de derechos y libertades.
Ese es el común denominador del país en que vivimos, y ante el cual, ninguna pregunta sobre su futuro resulta ser obvia.