Uno de los eufemismos que practica el régimen de Moreno es calificarse “el gobierno de todos”. Más allá de la creatividad de esta frase propagandística concebida en el seno de la Secom, amerita contrastarla con la realidad. Uno de los aspectos de ese contraste se refiere a la intencionalidad de los publicistas del régimen previo de su discurso. Plantearnos para quienes escriben sus guiones, comunicados y eslóganes es una tarea necesaria de desentrañar para desenredar la madeja discursiva de Moreno.
Con un estilo tautológico, el presidente lee en el teleprompter lo que redactan sus asesores adiestrados en el arte de mentir. En tiempos en que los públicos son tan sugestionables -como los redactores del gobierno- a sus propios discursos, se puede asegurar que son igual de manipuladores, a la hora de reproducir lo leído en un diario, escuchado en una emisora de radio o visto en un canal de televisión. No solo porque intuyen las mentiras bien presentadas, los estilos y reglas de una época de simulacros y realidades virtuales, sino porque todos los temas están preestablecidos y, tanto el propagandista oficial como la masa amorfa, manejan la misma lógica y el mismo lenguaje que son el reflejo degradado de una cultura de masas en la que las mismas ideologías políticas subsisten y se alimentan recíprocamente.
En la sociedad de los eufemismos, el público anónimo y abstracto sabe de antemano de qué le van hablar y de qué manera se lo van a decir: apelando al comportamiento femenil, pasionario de las masas -del que hablada Joseph Goebbels, propagandista nazi- que exacerba las bajas pasiones y los instintos primarios de la conducta grupal. Son tiempos en que el modelo discursivo remite al cuadro de valores morales y estéticos de la época. En efecto, nadie pone en duda la existencia de la ley y el derecho natural que le asiste a los publicistas a ejercer el poder encarnado en el mandatario.
Los publicistas son los llamados a resguardar los intereses del gobierno y del monarca sentado en silla de ruedas. Y lo hacen con el acolite de una prensa obsecuente, con editorialistas y opinaderos a sueldo que, a su vez, defienden sus tesis y con ello a sus propios intereses de una manera explícita o implícita Esa defensa implícita supone un conjunto de presuposiciones comunes a los lectores y el redactor, necesarias para que aquellos comprendan lo que éste escribe. Tales redactores pertenecen a una prensa que es pensionada por los grandes capitales del negocio comunicacional.
Los redactores y propagandistas escriben para un único público que es necesario complacer mostrándole su imagen ideal: empresarios conservadores, banqueros usureros, economistas neoliberales, aprendices de amanuenses de la corte, politicastros trasnochados recién sacados del sarcófago político, todos en capacidad de reproducir a coro los designios de Carondelet. Así cada editorial, cada noticia, cada reportaje, cada slogans es un acto de cortesía con el poder.
En los inicios del régimen -mayo del 2017- se tenía un solo público: la masa amorfa que votó por un Lenin Moreno con discurso correísta. A poco andar, la popularidad y credibilidad presidencial se desploma. Desmoronada y desmoralizada, recurre a la manipulación frente a dos públicos que antes era uno, pero ahora que la ciudadana ha comenzado a darse cuenta del engaño oficial, aparecen dos tipos de auditorios opuestos entre sí: oposición y gobiernistas disputándose espacios políticos. Por este motivo el propagandista o redactor se caracteriza por la tensión que experimenta ante ellos. Por un lado los gobiernistas ya no creen en su propio discurso y en su propia política, pero a pesar de eso hacen todo lo posible por mantenerla pidiéndole al redactor propagandista que le ayude en tal empresa. Para la élite gobernante no importa que el publicista no tenga miramientos o ética, si así lo desea en su manipulación, pero que procure por lo menos, un poco de ilusión de que aquello que dice es la verdad sobre un proyecto político que se marchita y que con el tiempo se ha vuelto putrefacto y embustero.
Por otro lado, el gobierno y sus adláteres solicitan al propagandista que le forme una conciencia de sí mismos. La élite del poder, al tiempo que intenta deprenderse de la ideología caduca que le imponen los empresarios, banqueros y economistas neoliberales, viviendo una suerte de presión política, busca la suya propia con un tufillo populista –Plan Toda una Vida, otro gran eufemismo-, pero hasta en esto es menester la contribución del propagandista. El gobierno tiene el poder, los recursos, los privilegios y las influencias, pero no tiene conciencia real de sí mismo. No tiene estilo propio, ni opinión preconcebida y espera que todo, fondo y forma, surjan de la creatividad repetitiva del publicista y se exprese, como una panacea, en el teleprompter que lee el mandatario cada lunes por la noche en sus enlaces informativos.
Es la auténtica soledad del poder. Ese sentimiento de soledad, de elegido, conduce al mandatario a conformar sectas sagradas donde se habla con profunda seriedad de política, de sexo, de economía, de libertad y democracia, sin ningún empacho a la hora del simulacro oficial. Por eso en los cócteles y salones coinciden publicistas, ministros y funcionarios que trascienden la temporalidad al darse la mano para tratarse como iguales.
Michelena, emisor del discurso central de esta política del simulacro, encarna al propagandista oficial de la corte. En cierto sentido, es un “nihilista pasivo” que gusta no solo de la destrucción que experimentan las cosas y los opositores, sino también va tras la lenta y gustosa aniquilación de sí mismo, por eso que lo arriesga todo para perder. En su cubículo de la Secom oscila entre el comunicador y el publicista, mientras que la diferencia radica en que el uno da cuenta de sus experiencia de manera fría, de ahí que no sorprenda al público; mientras que el otro introduce conversores, porque cree en el engañoso juego manipulador de las palabras. El uno, a la hora de comunicar se fundamenta en el poder que la ha conferido el poder, en tanto el otro en la falsedad ilusoria que buscan provocar los discursos preredactados para el presidente.
El gobierno siempre se valdrá de ellos, mercenarios de la palabra. Porque necesita tener conciencia de sí mismo, dirigiéndose para tal efecto a los redactores, propagandistas, reporteros, presentadores, lectores de teleprompter y periodista solicitándoles, al mismo tiempo, que mediante la propaganda se le construya una nueva ideología: la del perpetuo simulacro que explica el rimbombante mote de «El gobierno de todos”.
Los más tercos nos hemos negado. Esta negativa salva al periodismo, pero fija sus rasgos de oposición que motiva la persecución oficial. Ante estas exigencias, el periodismo se encuentra en medio del conflicto de dos tendencias opuestas a las que debe responder. En primer lugar, a pesar de que ya no depende de la clase dirigente, sigue siendo pensionado por ella, y es el oficialismo quien aplaude sus reportajes. Se podría pensar que la tensión que vive el periodismo es querer complacer a ambos bandos -oficialismo y oposición- pero esta creencia es inexacta, pues el periodista -como su público- tiene una conciencia desgarrada. En este nido de víboras, se inocula tres venenos: un asco tan intenso por los signos oficiales, un esfuerzo para hacer del periodismo una expresión de vida y una crisis de la conciencia moral, es decir la dolorosa derrota del silencio.