Otra vez boca arriba, pero no es como La noche bocarriba -el cuento de Cortázar-, sino de día en el quirófano del HCAM. Todo está preparado para ingresar a la élite de 200 pacientes, por cada un millón de personas, que vive con un cardio desfibrilador implantado en el pecho. Me siento como un viajero sideral envuelto en una funda de polietileno, mientras inicio el vuelo inducido por los fluidos relajantes. Isabel, una enfermera de cierta edad, se presenta como instrumentista del staff médico y se pone “a las órdenes”. José Luis, otro integrante del equipo, enciende una computadora y la sala de operaciones se inunda de suaves resonancias con la melodía de Sting, Every Breath you take.
Escucho, entre el tatareo musical del cirujano, decir que van a implantar en el flanco izquierdo de mi pecho un cardio desfibrilador CDFD4 de última generación, capaz de detectar arritmias letales y enviar un imperativo eléctrico al corazón que lo obliga a volver sobre sus pasos, a ritmo normal. Permanezco inerte en la camilla, rodeado de sofisticados aparatos en el centro de la sala de operaciones del Hospital Carlos Andrade Marín del IESS, uno de los complejos tecnológico quirúrgicos más modernos del país.
Cada vez que respiras / Cada movimiento que haces / Cada atadura que rompes / Cada paso que das / Yo te estaré mirando, dice la canción de Sting, y mientras me saca de la realidad, pienso que estoy a punto de recibir junto a mi corazón a un guardián cardíaco que nos vigilará -a mí y a mi shungo-, y no nos dejará ni a sol y a sombra, bajo promesa de descarga eléctrica desfibriladora.
Es el milagro de la tecnología médica disponible en el Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social. Es el prodigio de una política pública en salud -heredada del régimen anterior- que permite a miles de ecuatorianos desafiar a la muerte súbita, provocada por arritmias letales. Me siento privilegiado, aunque no es más que mi derecho ciudadano reconocido por un Estado consciente y solidario que me somete a una intervención, cuyo costo que asciende a cincuenta mil dólares habría sido imposible de asumir en el sistema de salud privado. Es un despropósito seguir denostando, por mezquino interés o ignorancia, este eficiente servicio médico estatal ecuatoriano.
Como duele mi pobre corazón / Con cada paso que das / Cada movimiento que haces, prosigue la trova de Sting, mientras bajo efecto de la anestesia local, el bisturí corta mi piel y penetra en ese ámbito subcutáneo donde deberá ser implantado el desfibrilador detrás del músculo pectoral. Y no es puro simbolismo, ni pujos metafóricos. El dolor se incrementa, a medida que el cirujano José L. Laso, un especialista del HCAM, dirige directamente al centro de mi corazón un electrodo y dos guías bipolares de corriente negativa y positiva, hasta las cavidades ventriculares.
Grito un improperio por el dolor, y me inyectan una segunda, hasta una tercera dosis de xilocaína local. Oigo el diálogo médico, a pocos centímetros de mi rostro cubierto por la cápsula de polietileno que mantiene el ascetismo de mi cuerpo, luego de ser bañado en un líquido pardo muy helado. Se dan mutuas instrucciones, intercambian criterios de cómo ingresar, invasivamente, a mi humanidad que está ahora en sus expertas manos. Deciden tal o cual arteria de abordaje, y concluyen que deben actuar con diligencia ante mis intensos reportes dolorosos.
Sting desapareció del espectro sonoro del quirófano y solo escucho el golpeteo de los instrumentos quirúrgicos, mientras los especialistas se toman mi corazón por asalto. El dolor hace de las suyas en el pecho, arterias, corazón, irradiándose caprichosamente a los brazos, testículos y piernas. Escucho la voz de la doctora Rita Ibarra, quien lidera al equipo y tomó la feliz decisión de ponerme en el pecho un guardián junto a mi corazón, a instancias de mi cardióloga Diana Luzuriaga, responsable de mi tratamiento, y me tranquilizo. Estoy en buenas manos -pienso- aunque el dolor se encarga de mantenerme locamente lúcido antes de concluir su efecto arrasador, a punto de desmayarme.
En ese instante, a pedido del cirujano, llega el anestesista y pone su dosis de líquido somnoliento en la vía intravenosa que instalaron en mi brazo izquierdo. Una dulce sensación de abandono se apodera de mi ser. Pienso en la imagen de un cuerpo de mujer, y Sting me susurra al oído:
Cada simple día
Y cada palabra que dices
Cada juego que juegas
Cada noche que te quedas
Yo te estaré mirando
Oh,¿ no puedes ver?
Tú me perteneces…
Al cabo de dos horas, vuelvo a la realidad en la sala de recuperación. Fátima, mi mujer, está a mi lado y esboza una sonrisa que aun veo difusa por los efectos de la anestesia. Le digo que la amo y que me siento protegido. En ambos casos, por un similar efecto terapéutico. Da lo mismo si me refiero al guardián que ahora habita en mi pecho, o a este amor que está exactamente compartiendo el mismo lugar del desfibrilador en el centro de mi corazón.