Siempre se ha repetido como una letanía que Ecuador es un país con vocación agrícola, y para completar la impronta nacional, el notable intelectual que fue Marco Guerrero, creo la sugestiva metáfora de país sentimental y agrario. Agrario por su estructura feudal heredada de los españoles, y sentimental por su lamentación endémica frente a tantas cuitas históricas.
Esa misma historia se encargaría de desmentir, en unos casos, y confirmar en otros, el apelativo que nos condenaba en un determinismo geográfico, a vivir de los frutos de la Pachamama. Una síntesis histórica confirma que a la llegada de los españoles nuestros pueblos ancestrales cultivaban la tierra en una economía de subsistencia y que el conquistador obsesionado por el dorado, forzó a estas regiones a la explotación minera y luego textil, en una segunda etapa. La agricultura, como alternativa económica colonial, surgiría ante el fracaso de las actividades de la minería extractiva y del obraje textil. Con la crisis de la producción textilera se volvió a la explotación agrícola y se crearon las haciendas que crecían con el despojo de tierras a las comunidades indígenas donde trabajaban jornaleros pardos, zambos y mulatos, mestizos locales y migrantes indígenas de la sierra centro norte.
El advenedizo hispano trajo consigo la figura feudal imperante en Europa entre los siglos 12 al 17, el Mansus Induminucatus, que en latín significa manso del señor, aludiendo al siervo de la gleba. Serviles, en esos centro de explotación agrícola, los campesinos fueron sometidos bajo la figura de la Encomienda -o asignación de funciones feudales- a cambio de protección dentro de una porción de tierra cultivable. El mansus indominicatus, además de tierras de cereal y viñedo, incluía una gran extensión de bosque y praderas o pastos para el uso de la comunidad del dominio. El centro de la hacienda lo constituía la residencia del señor feudal -o abadía- con graneros, establos, bodegas, almacenes, talleres, molino, el horno y la iglesia. Esa zona estaba rodeada de una muralla de mampostería y dentro de ella se encontraban las viviendas de los siervos.
La herencia hispana de la Encomienda se reproduce en la época republicana en la figura del Huasipungo y la producción agrícola toma importancia. El Huasipungo es un pedazo de tierra que el “amo” entregaba al indio para que realice oficios agrícolas o de pastoreo, a cambio del trabajo. Los sectores dominantes tomaron posesión de tierras indígenas, forzándolas a vender o simplemente apoderándose de ellas por la fuerza. Así nacieron las llamadas Haciendas que albergaron en sus vastos territorios a los indígenas que ahora quedaban sin tierra, obligados a dedicarse a la agricultura.
Entrado el siglo XX, los hacendados huasipungueros no hicieron mucha gala de vocación agrícola, y los grandes propietarios conforman una burguesía agraria que luego devendría en comercial, financiera y bancaria. Un representante de los gamonales rurales, el ex presidente Galo Plaza, llegó decir que las tierras amazónicas -tradicionales en actividad agrícola-, no existían como realidad histórica, y sentenció que el oriente es un mito. Su rancia estirpe agraria, centralista y serrana, no le permitía sino en torpe error geográfico e histórico, desconocer y desvalorar las culturas y pueblos ancestrales, así como a la propia existencia de yacimientos hidrocarburíferos amazónicos.
Instalados en el poder, gobiernos serranos y costeños en alternancia se abocaron a la explotación petrolera, soslayando una Reforma Agraria que produjera el necesario impulso del agro con cambio en la tenencia de la tierra para el que la trabaja, transferencia de recursos y tecnologías agrícolas y consolidación de los mercados locales. Seguimos siendo un país más sentimental que agrario, a falta de políticas públicas destinadas a potenciar la economía del campo y optimizar la calidad de vida de sus hombres y mujeres que se vieron obligados a migrar a las ciudades. La migración descontrolada hizo de nuestros campesinos indígenas y mestizos una masa humana que vino a engrosar los cordones de miseria urbana del país.
Se continuó insistiendo, desde las esferas del poder, en nuestra “vocación agrícola” con un discurso vacío y embustero, sin embargo no se desarrolló, primordialmente, una agroindustria consecuente con la potencialidad del sector. Tal es así que las inversiones en investigación académica y técnica que corresponde al Estado, es esmirriada. Según el doctor en Ciencias Agrícolas, Ángel Llerena Hidalgo, primer ecuatoriano nominado al Premio Nobel en Fisiología, por su investigación sobre el uso del ozono contra la sigatoka en los cultivos de banano, “los países vecinos invierten de 1 a 1,5% del PIB en investigación, las naciones desarrolladas 8% y Ecuador apenas el 0,1%. Las estadísticas hablan por sí mismas: “El presupuesto de inversión para el Instituto Nacional de Investigaciones Agropecuarias (Iniap) en el 2015 era de $ 20,6 millones; para el 2017 bajó a $ 1,9 millones; y este año ese rubro sería de $ 6,03 millones, incluyendo la cooperación internacional”, según una nota de prensa.
Mientras la Asamblea Nacional tramita la Ley de Fomento y Desarrollo Agropecuario que plantea transformar al INIAP en el Instituto Público de Investigación Agropecuaria IPIA, cabe cuestionar un mero cambio de membrete. No sea cosa que la maniobra camufle el real fracaso de la política agraria del gobierno nacional, que pretende desechar un organismo con determinada experiencia, a cambio de la novelería de crear un nuevo ente burocrático. En este sombrío panorama histórico, sin voluntad ni políticas públicas agrarias oficiales, permanecemos aletargados en nuestra condición sentimental de país bucólico, carente una auténtica convicción agrícola.
Fotografía: Leonardo Parrini