Eran otros tiempos. Había en el país una declarada consciencia sobre los derechos colectivos, ufanamente prescritos en la Constitución “más garantista del mundo”, como se la llamó en su momento. Más allá de los cuerpos legales que el Ecuador se vino dando durante la década anterior, el espíritu reivindicacionista de los ecuatorianos hacía gala de un sinnúmero de derechos reconocidos -antes conculcados- como el derecho a la honra y dignidad de las personas, condición susceptible de ser vulnerada por el simple ejercicio de difamación, a través de un medio de difusión pública. En aquel entonces, y luego de cuatro años de debate parlamentario, Ecuador se dio una Ley de Comunicación que, entre sus novedades, establecía la figura jurídica del linchamiento mediático o acoso sucesivo de la prensa contra una persona natural o jurídica.
El texto del artículo rezaba: linchamiento mediático hace referencia a «la difusión de información que, de manera directa o a través de terceros, sea producida de forma concertada y publicada reiterativamente a través de uno o más medios de comunicación, con el propósito de desprestigiar a una persona natural o jurídica, o reducir su credibilidad pública». Se creó, entonces, en marzo del 2013, una ley que en su esencia tiene por misión “desarrollar, proteger y regular, en el ámbito administrativo, el ejercicio de los derechos a la comunicación establecidos constitucionalmente y entre otros aspectos busca garantizar el ejercicio de los derechos de la comunicación”.
El mencionado instrumento legal venía acompañado de otras disposiciones que daban contexto al mencionado acto mediático de denostación pública, entre otros, la creación de un Consejo de Regulación y Desarrollo de la Información y Comunicación y distribución equitativa de las frecuencias de radio y televisión entre medios públicos, privados y comunitarios. Las actividades periodísticas en los medios de comunicación deberán ser desempeñadas por profesionales en periodismo o comunicación. Los canales de televisión destinarán, de manera progresiva, un 60% de su programación a la difusión de contenidos de producción nacional. Se prohíbe la importación de piezas publicitarias producidas fuera de Ecuador por empresas extranjeras. Las estaciones de radio deberán difundir música producida en Ecuador en, al menos, un 50% de sus contenidos musicales.
La suerte estaba echada. El debate no se hizo esperar, y las primeras reacciones demostraban el carácter polémico de la ley. Polémica que reflejaba, sin lugar a dudas, el carácter clasista, sectorial de la ley, en el sentido de que representaba claramente los intereses mayoritarios de las personas, confrontados contra un puñado de empresas dedicadas a la comercialización de noticias y opiniones públicas. Profesionales de la comunicación salieron en defensa de sus empresas, como Arturo Torres de El Comercio que, en su momento, dijo que “el linchamiento mediático interrumpirá procesos periodísticos de investigación y seguimiento de temas de interés público”. El día de la aprobación de la ley, la asambleísta oficialista Ximena Ponce, había señalado: se trata de «una ley que democratiza el uso de la palabra». «El fortalecimiento de los medios comunitarios es un avance», afirmó, y concluyó: «Nos llena de mucha alegría poder en este momento entregar esta ley a la ciudadanía».
El jurista Xavier Zabala Egas aclaraba en ese entonces, que el término Linchar, hace referencia a “ejecutar sin proceso y tumultuariamente a un sospechoso o a un reo”, término que tiene su origen en Charles Lynch, juez estadounidense del siglo XVIII, reacio a cumplir reglas del debido proceso en forma previa a una ejecución. Zabala precisaba que la ley “exige la intención perversa y dolosa en su difusión, la que resulta muy difícil de determinar por su subjetividad”. Su inclinación en contra del cuerpo legal era evidente, no obstante, reconocía: “Si el linchamiento mediático exigiera que lo difundido sea falso, ambiguo, descontextualizado, espurio, insidioso o inexacto, pudiéramos suponer que, efectivamente, existe el propósito de desprestigiar”.
En el ámbito internacional la nueva ley era recibida con escepticismo por las empresas mediáticas: «¿Estocada a la prensa en Ecuador?», fue el título de un editorial publicado por 53 diarios de Colombia. La ley fue aprobada con anuencia del ex presidente Rafael Correa que señaló tras conocer el proyecto definitivo de la ley: «Esta ley está muy bien. Y no tengo ningún empacho en decir que nuestros compañeros asambleístas han hecho un extraordinario trabajo». Quedaban en evidencia los actores interesados en el debate, representantes –unos- de las empresas de información, defensores -otros- de los derechos colectivos, potencialmente amenazados por el ejercicio de una prensa coludida con los intereses del negocio privado de la comunicación.
Luego de cinco, años Ecuador se apresta a reformar la Ley de Comunicación en otro contexto histórico y político, en el que la presión de las empresas mediáticas y la disposición del Estado a ceder ante esa presión, pone en evidencia nuevamente la pugna de intereses ideológicos que son reflejo de una concreta defensa de intereses económicos. Las reformas tienen mucho del intento por desenterrar un cadáver, al que se lo quiere exhumar y balsamizar de reformas destinadas a cambiar su esencia.
Las reformas tienen la autoría del Ejecutivo presidido por Lenin Moreno y se suman a las observaciones y propuestas de los gremios, sindicatos, organizaciones, medios de comunicación y comunicadores, que comparecieron las últimas semanas en la mesa de la comisión legislativa. La retahíla de observaciones son claras: se busca la autorregulación de los medios de comunicación, la venta de los medios incautados en el régimen anterior y una legislación para la protección a periodistas. También se pretende establecer un nuevo mecanismo para la adjudicación de concesiones. Al respecto, la autoridad de telecomunicación realizará la adjudicación directa de frecuencias para medios públicos, la misma lógica será para los representantes de pueblos y nacionalidades. A diferencia de la actual ley, “únicamente entrarán en concurso público en el proceso para la adjudicación de frecuencias para medios privados y comunitarios”, señala el informe.
Estamos nuevamente ante una confrontación clasista. El sector empresarial reitera su oposición a una ley que en su espíritu pretende conservar derechos colectivos, a través de una comunicación concebida como servicio público. Ejemplo de ello, es la sistemática campaña de algunos medios de comunicación concentrados de América Latina y el Caribe contra Rafael Correa y su gobierno, por la aplicación de la figura de “linchamiento mediático”, provista por la Ley Orgánica de Comunicación. El Clarín de Buenos Aires, emitió opiniones interesadas en poner en evidencia “la presión sobre los medios” ecuatorianos.
A la hora de fijar posiciones, huelga decir que la campaña no es más que la aceptación tácita de ciertos canales y periódicos de querer mantener las prácticas periodísticas poco éticas a las que siempre han estado acostumbrados. ¿Por qué la SIP, Sociedad Interamericana de Prensa, organismo clasista empresarial de la información continental, se inclina a favor de borrar la ley de comunicación ecuatoriana? ¿Qué intereses concretos es viable defender ante los derechos de la ciudadanía? ¿Por qué se habla de libertad de empresa -con un claro sesgo privado- que contradice los derechos públicos?
Es hora de que el debate profundice de fondo, hasta qué punto se puede seguir aludiendo a una supuesta “libertad de prensa” que para algunos no es más que una “libertad de empresa”. El ejercicio de nuestra profesión de comunicadores, debe y tiene que ser regulado por leyes que reflejen los intereses de las grandes mayorías. La región debe darse una profunda discusión sobre el rol de los medios de comunicación concentrados, en relación al andamiaje social. Ecuador es, por su legislación progresiva y su intento consecuente por desarrollar un debate en relación a este eje, un buen punto de partida para ello.