Alguna vez Marx escribió que la ideología es como una bruma que lo envuelve todo, obnubilando el pensamiento y difuminando el contorno de los hechos, al extremo de hacerles perder su dimensión y significación real. Frente a esta opacidad que impide ver la realidad tal y cual es, la metáfora marxista cobra una especial significancia estos tiempos, más aún cuando en un salto al vacío, y en una pirueta que carece de toda lógica, el pensamiento político neoliberal trata de aparecer apolítico.
En esta evidente negación subyace la no aceptación de sí mismo e implica la anuencia al hecho, deliberado, de hacer de la política un cuerpo de sensaciones y sentimientos no objetivos, desprovista de toda racionalidad. Esta figura asocia la ideología a lo político, y ambos conceptos son tratados como elementos negativos que deben ser negados. El viejo truco del político apolítico. Cuando alguien increpa al otro acusándolo de politizar un debate, cae en el terreno de la descalificación reduciendo el campo de lo político al ámbito de lo subjetivo. Reduccionismo que concibe a la política como algo pequeño e innoble. Con esta fórmula, manida por lo demás, el neoliberalismo trata de pasar de agache, camuflando su propio discurso en el debate político nacional y así ganar adeptos ingenuos.
Otra variante del mismo intento radica en que el pensamiento político neoliberal requiere demostrar neutralidad. El propósito implica que la población naturalice un tipo de realidad al enmascarar su ideología con el mensaje comunicacional de planteamientos, precisamente, políticos. En esa perspectiva se inscribe el mentado “diálogo”, sugerido y ejercido por el gobierno, sin importar con quién y para qué, específicamente. Por citar un ejemplo, frente al debate sobre la Ley de Comunicación el Presidente Moreno dialogó con 14 periodistas y queda fuera la abrumadora mayoría de profesionales de la información.
Es extraño que el tipo de pensamiento de la derecha neoliberal se muestre tal como es; por lo general se disimula en la imparcialidad, o en la defensa de “principios generales” tales como la noción de orden y estabilidad, cuyo fin último es el resguardo de la formación política económica inmutable de la sociedad capitalista. En esa línea discursiva se inscribe el afán de minimizar la política y maximizar preceptos ideológicos que son producto del sistema imperante para su propia conservación. Esto entraña el riesgo de que toda iniciativa transformadora convierta al adversario en un potencial terrorista que busca romper el estado de derecho liberal. Esta es la lógica del “gobierno de todos”, por sobre las diferencias, una postura que raya en la hipocresía política. Sin embargo, es tan maniqueista esta acepción que soslaya hechos garrafales, como las amenazas sufridas por Orlando Pérez, ex director de diario El Telégrafo, la provocación agresiva de la que fue objeto Jorge Jurado, ex funcionario del anterior gobierno, en un supermercado; o la retaliación al académico español Fernando Casado, separado del IAEN por sus declaraciones antigubernamentales dichas en un canal de televisión.
El resto de las explicaciones sociales son fáciles, frente al odio hay que poner la otra mejilla. Toda respuesta conduce a incrementar el clima de beligerancia y odiosidades personales que estamos viviendo. Es decir, hay que volverse acólito de la violencia ajena, sin derecho a respuesta propia. ¿Existe algo más político, en el peor sentido del término, que este cuadro de frágiles certezas?
La lección primaria del pensamiento neoliberal, a parte de manipular la voluntad de las personas hacia un terreno de pasividad irracional, implica otro peligro: esta forma de hacer “política apolítica”, se sustenta en el autoritarismo y en la más rampante intolerancia. En ese terreno pantanoso, el neoliberalismo pasa a ser mucho más que una corriente económica y se convierte en una “filosofía” de vida que sugiere el paradigma del aborregado, del sujeto que guarda silencio agredido, sin derecho a la defensa propia. Es el camino que ha recorrido el fascismo, lo que demuestra que el pensamiento neoliberal conlleva sus propios demonios que contradicen una democracia real de la que tanto hace alarde.