Me recibe con una afable sonrisa. Su guayabera y melena blancas se mecen a la tibia brisa costeña, cuando abre sus brazos en gesto de cordial recibimiento. Carlos Rubira Infante era un anfitrión singular, y en esa ocasión que lo entrevisté para el programa Dentro y Fuera de Ecuavisa, hizo gala de su hospitalidad. No pasó mucho tiempo de saludarnos esa cálida mañana del mes de febrero del 96, cuando don Carlos -como le decían sus vecinos-, abrió una botella de johnny negro y me brindó un wiski matinal: “por la música nacional”, dijo, por el gusto de conocerlo, le respondí.
La charla transcurrió amena, llena del rico anecdotario de este artista que nos deja, luego de una vida dedicada a la creación musical. Ya se dice que deja un vacío imposible de llenar, pero también lega un pentagrama pletórico de inolvidables canciones, entre pasillos, pasacalles y otros ritmos que toda la vida han cantado, bajo algún balcón de una dama guayaquileña, los lagarteros del puerto. Cómo olvidar su Chica Linda, que inmortalizara su discípulo, Julio Jaramillo, o Guayaquileño madera de guerrero, en su propia voz de trovador de barrio. O la canción En esas lejanías, que cantaba junto a Gonzalo Vera en el célebre dueto Vera-Santos Rubira.
Era difícil no escucharlo en silencio contar sus andanzas musicales, anécdotas y vivencias en el Guayaquil de antaño, los viajes en que Don Carlos aprovechaba para nutrirse del espíritu de su pueblo o evocar los rincones de su puerto natal. Memorable fue su viaje a Quito, cuando compone en esta ciudad, Guayaquileño madera de guerrero, como una ironía musical del destino que lo hizo crear un himno guayaco en las elevaciones serranas.
Don Carlos disfrutaba escuchando sus propias evocaciones, y en esa ocasión en que nos conocimos, compartió sus señas vitales narradas mientras se arrellenaba en su sillón con un vaso de wiski en las manos que bebía con inocultable entusiasmo. Escuche “el llamado de la música desde mis 20 años”, dijo con ademán evocador. Vocación que matizó con diversos oficios como cartero, voceador de periódicos, gasfitero, bombero, o hielero, que le permitían reunir recursos para dedicarse el mayor tiempo posible a la música, su vocación innata. Fue célebre, en los años de juventud, su presencia en el programa de radio La Hora Agrícola, espacio en donde Don Carlos hizo sus primeros pinos artísticos.
Una de las grandes páginas en los anales de la música popular ecuatoriana, fue su encuentro con “el ruiseñor de América”, Julio Jaramillo, que se convertiría en su discípulo musical. El destino los unió para gloria del pentagrama nacional. La trayectoria de Julio, no habría sido la misma sin la presencia señera de Rubira Infante en la vida artística del humilde zapatero de barrio. Don Carlos evocaba con especial afecto su relación de amistad con Julio, a quien consideraba “el mejor cantante del país”. En sus múltiples viajes por la geografía ecuatoriana, Rubira Infante dejaba su huella musical poniendo melodía a letras de origen local que exaltaban bondades de los rincones patrios, como Ambato tierra de flores y otras. Amante de su tierra, fue un músico inspirado en la geografía nacional creando la historia musical del Ecuador. De sus andanza por los rincones del país, Rubira contaba las vivencias y el afecto que le profesaban sus coterráneos, y en el camino iba dejando versos y 600 melopeas populares que retratan el sentir de la gente, sus sueños y amoríos, como en un inventario de sentimientos profundos.
En nuestro encuentro de aquella mañana cálida, aventada por sendos wiskis con hielo, Don Carlos tuvo nítidos recuerdo de Chile, país que lo acogió y reconoció su talento musical, cuando en 1950 recibe en Santiago el “primer premio en improvisación”, otorgado por la Sociedad de Músicos.
A los trovadores hay que recordarlos cantando, en el trino de sus voces inmortales. Don Carlos vivirá en la memoria poética de su pueblo al que tanto lisonjeó en sus versos escritos ya hace seis décadas:
Yo nací en esta tierra
de las bellas palmeras,
de cristalinos ríos, de paisaje
ideal, nací en ella y la quiero
y por ella aunque muera
la vida yo la diera
por no verla sufrir.
Guayaquileño madera de guerrero
bien franco muy valiente
jamás siente el temor,
Guayaquileño de la tierra más linda
pedacito de suelo de este inmenso Ecuador.