Volver al mar. No había mayor ilusión de niño. Ir al encuentro del sol en la playa, del viento entre acantilados y de nostalgias reflejadas en los destellos del horizonte marino. No había mayor dicha que unas vacaciones frente al mar. Contábamos los días, las horas en que nos reencontráramos con sus olas de espuma y sal. Corriéramos como locos por sus orillas al amanecer y, al crepúsculo, maravillarnos con el mar y su quietud, tragándose un sol de fuegos fatuos. Todas las algarabías eran posibles al amanecer de un viaje al mar. Desde entonces hice mía esta sentencia: No crezcas demasiado rápido, para que no te olvides lo mucho que te encanta la playa.
Un verso de mi padre me devuelve el respeto frente el mar -¿o, la mar?: El mar con sus catedrales sumergidas me espera. El mar no reconoce regresos. Te haces a la mar, y es como hacerse a la vida, o a la muerte, sin retornos. Incluso cuando topamos puerto seguro, el mar nos devuelve esa sensación de orfandad.
El mar y sus catedrales sumergidas siempre me subyugó, al extremo de reconocer la mayor incongruencia de mi vida: amar el mar y vivir en la montaña. Desde las alturas, yo debería ver el mar con sus horizontes carmesíes, celestes o metálicos. Y volver a sentir esa convicción de libertad, sentimiento de nostalgia por lo vivido. No hay peor nostalgia que aquella por lo que no se ha de vivir. Y eso me sucede en la montaña.
Cuando estudié alguna vez geografía física en Chile, aprendí que el planeta Tierra tiene cinco grandes océanos y 113 mares. Representan el 72 por ciento de la superficie del globo y juntos han sido una fuente inagotable de inspiración para la humanidad. La distinción entre mar y océano obedece a diversas causas, sobre todo cuando se habla de mares abiertos en que suele distinguirse atendiendo a la situación geográfica, generalmente enclavada entre dos masas terrestres o, a veces, las menos, a la posición de la plataforma continental. Un ejemplo de esto es el mar del canal de la Mancha que comunica con el oceano Atlántico por el mar céltico.
Habrá que averiguar si en las ciudades sin mar, quién sabe a quién se dirige la gente para recuperar su equilibrio… quizá a la Luna. En las orillas de una playa en Esmeraldas, un pescador me dijo alguna vez: No se puede ser infeliz cuando se tiene esto: el olor del mar, la arena bajo los dedos, el aire, el viento. No he vuelto a sentir mayor envidia que en aquella ocasión. Esa afirmación me hizo recordar un pasaje de El Hombre y el mar, de Ernest Hemingway: Miró sobre el mar y se dio cuenta cuán solo estaba…
Se diría que toda la historia humana es un ir y venir del mar. El escenario natural en donde surge y acaba la vida. Inspirados pensadores han elevado sus plegarias y odas al mar. Neruda, navegante singular, dijo: Necesito del mar porque me enseña: no sé si aprendo música o conciencia: no sé si es ola sola o ser profundo o sólo ronca voz o deslumbrante suposición de peces y navíos. Navegante eterno en sus orillas, Neruda cantó al mar, evocó sus oleajes y se declaró en viaje imaginario y cierto, por todos sus confines.
Padre mar, ya sabemos
como te llamas, todas
las gaviotas reparten
tu nombre en las arenas:
ahora, pórtate bien,
no sacudas tus crines,
no amenaces a nadie,
no rompas contra el cielo.
Todo lo arreglaremos
poco a poco:
te obligaremos, mar,
te obligaremos, tierra,
a hacer milagros,
porque en nosotros mismos,
en la lucha,
está el pez, está el pan,
está el milagro.
He vuelto al mar, y allá en el horizonte de rumores marinos, los signos del mar me llaman. Ignorante de tantas sabidurías, reconozco con Borges: El mar es un antiguo lenguaje que ya no alcanzo a descifrar.