Sartre lo dijo: para el escritor las palabras son actos. Ahora ya no es así. O no es así del todo. Solo son peligrosas, por excepción, algunas palabras escritas por periodistas en contra de los capos de la droga, o las descubiertas y publicadas por cuasi hackers como Assange y Snowden pero no las dichas por los propios poderosos del mundo. Las otras palabras no cuentan mucho en un orbe dominado por demagogos y académicos. Los primeros dicen cualquier cosa de modo vulgar. Los otros se encriptan en un lenguaje hecho solo para iniciados que no quiere «socializarse». Así las palabras ya no son actos sino palabras que no se relacionan (solo a posteriori) con ellos.
Todo discurso es hipnótico. Afirma una verdad única. Está hecho de aforismos sometidos a un aforismo principal que es el sujeto de ese discurso. Para el discurso romántico todo es pasión. Y el discurso se somete a esa verdad implacable. Para el discurso realista todo es objetivo y propio de «la realidad real».
Embrujo de embrujos, el discurso es precario. Puede durar siglos e incluso milenios como los religiosos que se deshacen al fin y siempre son cuestionados en la práctica cotidiana. No puedo cumplir siempre lo que digo. Lo que asumí mientras duró mi hipnosis.
Teoría y práctica terminan por contradecirse. La una es el alma y la otra el cuerpo que no puede vivir sino, de modo dual, aceptándola y rechazándola sucesivamente, en estados de hipnosis y de vigilia que se alternan como el sueño y el despertar.
La página en blanco. Nunca la temí. Temí el desgano de empezar a llenarla. La pereza de escribirla. Lo que algunos llaman procrastinación.
Esa pereza se traduce en angustia. Vencerla nos alivia.
Exclusivo. Fragmento tomado del libro inédito Así hablaba un Don, de Abdón Ubidia 2018.
Fotografía Leonardo Paarrini