Camina taciturno arrastrando sus miserias y a sus setenta y cinco años es un anciano indigente que, prácticamente, vive en la calle. Lo llamaremos Juan, todos los hombres y mujeres de su condición son seres anónimos. Una estadística en los estudios “oficiales”, en los protocolos de los funcionarios, en ese metalenguaje conque el Estado tamiza la pobreza extrema en la que vive más de medio millón de adultos de la “tercera edad”. De la edad de la miseria y el abandono en que sobreviven 6 de cada 10 viejos marginados de la vida en el Ecuador.
Juan padece amnesia, no recuerda detalles de su vida, lagunas mentales sumergieron los recuerdos de sus seres queridos. Habla de un hijo que “salió fuera” del país. Un pasado sin futuro. Lo demás es el presente del aquí y ahora, cargando sus cartones que son su «vivienda» -como un miserable caracol-, sus trapos sucios y una olla de metal donde, de vez en cuando, alguien deposita un alimento.
En una dependencia del Estado, un grupo de burócratas discute “la situación de 537.421 personas que se encuentran en condiciones de pobreza y extrema pobreza”. Junto a la mesa de sesiones, donde lucen tazas de café, galletas dietéticas, frutas y laptops, “deciden” el destino del Adulto Mayor. Las cifras marean a los menos entendidos que el grupo de “expertos” reunidos en torno a su «desayuno» de trabajo: “más de la mitad de este grupo poblacional de adultos mayores, 57,40%, es decir, 537.421 personas se encuentran en condiciones de pobreza y extrema pobreza, siendo el ámbito rural el más preocupante, puesto que ahí 8 de cada 10 personas adultas mayores se sitúan en esta condición”, platican.
Están hablando de Juan que ignora que su destino está en manos de esos señores. Solo sabe que como él hay miles, porque los ha visto deambular también en el sector del Centro Histórico quiteño (Patrimonio universal), y en barrios más apartados de la urbe capitalina. Como Juan, miles de indigentes ni sospechan que “la obligación del Estado es organizar con sus diferentes ministerios e instituciones públicas un Sistema integral de protección del adulto mayor’». Si lo supieran, sonreirían o llorarían, dos sentimientos que tantasa veces se traslapan en el alma de los podres. Pero, tampoco saben que “el primer peldaño, con un plazo de 180 días, es el de elaborar un reglamento,-asegura la subsecretaria de Atención Intergeneracional del Ministerio de Inclusión, Susana Tito- para palaer su situación”. Juan ignora que ese reglamento es como una posibilidad incierta, como tantas en su vida. Mientras el Estado asigna recursos -que no se sabe si son o no suficientes- para atender “de emergencia”, a 365.640 adultos en la lista de los que recibirían “bonos” de miseria.
El colectivo Palabra Mayor, que trabaja en Quito con ancianos y sus familiares, declaró a la prensa local que “la repuesta del Estado y de la sociedad a la pobreza de este grupo requiere necesariamente un cambio cultural”. Diríamos, un cambio radical, para cambiar la vida del 7% de la población del país en edad terciaria, es decir, vulnerable. Un grupo humano desprotegido, cuya responsabilidad “recae finalmente sobre las familias y, en particular, sobre la mujer, que tiene la carga de cuidar primero a sus hermanitos, luego a su esposo y finalmente a sus padres”.
Un porcentaje de ecuatorianos mayores de 65 años, que supera las estadísticas «oficiales», sobrevive en el olvido, y se expresa en cifras reveladoras, y tantas veces vergonzantes.
El 66,80% no realiza actividades laborales y un 42,39% se dedica a quehaceres en el hogar. Diecisiete de cada cien adultos mayores son jubilados y menos del uno por ciento de ese centenar, son rentistas. Ellos tienen una autoidentificación declarada en el Censo, que siempre será discutible. Sus prejuicios raciales y sociales los hace evadir, muchas veces, su condición real: ocho de cada diez dice ser “mestizo”, nueve se declara “blanco” y solo 6 como «indígena» y 5 como «negro», en un país multiétnico. Su marginalidad va adosada a su lábil condición, victimas de violencia intrafamiliar y callejera: 16,% dice haber recibido “violencia psicológica”, un 14,9% refiere “negligencia y abandono”, mientras que un 6,4% reconoce “haber sido abusado/a económicamente”. Son las cifras que denuncia el Colectivo Palabra Mayor, y que algún funcionario lee -entre cafés, frutas y galletas dietéticas- en la reunión de expertos. Han de ser ciertas, ese es el país que tenemos.
Cuando veo alejarse a Juan, calle abajo, pienso en mi mismo, y en la posibilidad decorosa de llegar a viejo en esa condición que García Marques pinta con tanto acierto: “El secreto de una buena vejez, no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”.