En la memoria colectiva de los latinoamericanos aún perduran las imágenes de aquel 19 de julio de 1979, cuando el Frente Sandinista de Liberación Nacional FSLN, entraba triunfal en Managua luego de derrocar a Somoza que huía del país. Resonaban los vítores de un proceso revolucionario que reflejaba el anhelo libertario de un pueblo sometido por una de las dictaduras más corruptas de la región. Y en medio del clamor popular se alzaba la voz de Ernesto Cardenal, el poeta de Solentiname, el monje trapense que había adherido a la causa sandinista.
Escucha mis palabras oh Señor
Oye mis gemidos
Escucha mi protesta
porque no eres Tú un Dios amigo de los dictadores
ni partidario de su política
ni te influencia la propaganda
ni estás en sociedad con el gángster
No existe sinceridad en sus discursos
ni en sus declaraciones de prensa
Hablan de paz en sus discursos mientras aumentan su producción de guerra
Hablan de paz en sus Conferencias de Paz
y en secreto se preparan para la guerra
Sus radios mentirosos rugen toda la noche
Sus escritorios están llenos de planes criminales
y expedientes siniestros
Pero Tú me salvarás de sus planes
Hablan con la boca de las ametralladora
sus lenguas relucientes son las bayonetas…
¡Cómo no habernos identificado con esos versos luminosos!, si la voz de Cardenal era nuestra voz latinoamericana, nuestra protesta y denuncia de las injusticias contra las que se alzó la revolución inspirada en Sandino. Más aún, cuando mi hermano, David Parrini, se sumaba a las filas de combatientes sudamericanos en Nicaragua. ¿Dónde quedó aquello, que ironía de la historia extravío aquella gesta ejemplar?
¿Qué tipo de revolución había que hacer? Al poco tiempo del triunfo militar, cuando los revolucionarios soñaban aún con una Nicaragua socialista siguiendo el modelo cubano, Fidel Castro les aconsejó que “no sea otra Cuba”. Para un contingente político el consejo y su cumplimiento por parte de la dirección sandinista, implicó un bumerang contra Cuba, pues a la larga “la Revolución Nicaragüense se congeló y empezó a retroceder”. Un retroceso que emerge de las filas del enemigo y se infiltra en la revolución con un resultado irrefutable: “La burguesía se dio a la tarea de corromper a muchos de los comandantes sandinistas, convirtiendo a algunos, en especial a Daniel Ortega, en prósperos empresarios millonarios, con lo cual les cambió el signo de clase”.
Otros signos del retroceso vinieron por añadidura: una sorprendente derrota electoral en 1990, incluyeron los pactos “tácticos” del sandinismo con Arnoldo Alemán y los empresarios del COSEP, la reconciliación con el ultra reaccionario obispo Obando y Bravo, el quiebre del FSLN, además del polémico tratado sobre el canal Interoceánico, etc., sumadas las denuncia de la hijastra de Ortega de abuso sexual.
La señal de retroceso ineludible fue el reconocimiento prematuro al régimen fraudulento y dictatorial de Juan Orlando Hernández de Honduras. En el tiempo, cuatro décadas después, una pregunta es pertinente: ¿dónde está la revolución sandinista? ¿Es Ortega el sepulturero del proceso revolucionario del 79? ¿Quiénes son más transformadores, el régimen o los estudiantes de los barrios pobres que se la juegan en las barricadas de Masaya y son violentamente reprimidos?
Para observadores acuciosos, las respuestas son simples y evidentes: “Mientras Ortega es un millonario cuyo gobierno pretendía imponer a sangre y fuego una reforma a las jubilaciones ordenada por el Fondo Monetario Internacional, incluyendo una rebaja del 5% de las jubilaciones; por otro lado, los que pelean en las barricadas son jóvenes de los barrios pauperizados de Nicaragua, la mayoría de ellos sin empleos que luchan contra un paquete neoliberal”.
La critica y autocrítica desde la izquierda debe ir más allá del moralismo romántico. O se está con un régimen desgastado que prefiere dar tiros a los estudiantes en una universidad, que luego francotiradores ametrallan cuando corren a refugiarse en una iglesia, o se repudia ese hecho vergonzoso, incluso para un gobierno fascista. El argumento mediático de la dirección “sandinista” para justificar estos crímenes es que se trata de una “conspiración reaccionaria” contra un supuesto gobierno “progresista”. No obstante, los porfiados hechos hablan de algo distinto: se trata de una sublevación popular y juvenil contra las medidas neoliberales de un gobierno capitalista. Y esto no tiene nada de parecido al intento golpista contra Maduro en 2017, por más que Ortega «intente arroparse en esa manta».
No obstate la propaganda capitalista y respuestas camufladas de verdad por parte de Ortega, la izquierda latinoamericana no debe perderse en la bruma de la duda y confundirse y confundir a sus militantes. El hecho de que en La Habana existan voces justificadoras de la represión en Nicaragua a cuenta del ataque “imperialista conta la revolución sandinista”, es hora de abrir los ojos a la severa luz de la crítica marxista y dilucidar la verdad. Según análisis coyunturales, para una parte de las izquierdas se trata de “un intento de golpe de estado del que participan fuerzas opositoras respaldadas por Estados Unidos”, en tanto que para otra parte de lo que se trata es de “una rebelión popular contra la concentración de poder de Daniel Ortega y sus expresiones autoritarias y represivas”. Cierto es que la idea de la conspiración por más peregrina, Estados Unidos no ha dejado nunca de intervenir en Nicaragua como en el resto de América Latina.
Los ejemplos históricos son claros: durante la década de los ochenta está probado que Estados Unidos sostuvo y dirigió a la contra en Nicaragua. El bloqueo a Cuba y decenas de intentos de invadir la isla y atentar contra Fidel Castro son otra muestra de la intervención yanqui en la región. Además, las intervenciones de Estados Unidos en El Salvador, Granada, Guatemala, Panamá son ciertas, y los intentos recientes de socavar a gobiernos progresistas en la región andina e incluso de sustituir presidentes en Honduras, Paraguay y Brasil y Ecuador son una realidad.
El analista Iosu Perales señala que la llamada “piñata” fue el reparto de propiedades entre cuadros sandinistas tras la derrota electoral de 1990, hecha bajo el pretexto de que el partido no podía dejar el poder sin fortalecerse con recursos que serían necesarios para trabajar desde la oposición. Pero en la realidad ocurrió que la teórica transferencia de propiedades al partido se cumplió tan solo en una pequeña medida; «cuadros beneficiados debieron pensar que el bienestar empieza por uno mismo y se quedaron con su cuota”. La historia confirma que ciertos conocidos comandantes, “se hicieron socios de grandes negocios hoteleros, de camaroneras, de explotaciones madereras, de actividades agroindustriales y hasta bancarias”, asimismo pasaron a ser “propietarios de inmuebles previamente expropiados por el Gobierno revolucionario”.
Un proceso de retroceso evidente, solo explicable por el abandono de valores hasta entonces tenidos como fundamentales que dañaron las relaciones con la sociedad civil, y llevaron al partido sandinista a una crisis permanente e integral: ideológica, política y orgánica, todo lo cual se tradujo en “un liderazgo de legitimidad dudosa”.
Esa duda surge a partir del pacto de Ortega con Alemán, cuyo primer resultado fue la exoneración de la Corte Suprema nicaragüense a Daniel Ortega de los cargos de corrupción sexual, presuntamente cometidos contra su hijastra. El pacto fue de mutuo beneficio: uno habría ganado su libertad -Alemán- y el otro, volver a la presidencia, Ortega. A Arnoldo Alemán se le abrieron cargos en Panamá y Estados Unidos y se le condenó a 20 años en Nicaragua, aunque nunca llegó a ingresar en la cárcel. Daniel Ortega validó con los votos de los diputados sandinistas que él comandaba, la diputación de Alemán, a cambio de compartir cuotas en los poderes del Estado y poder alcanzar la presidencia de la República con solo el 35% de los votos nacionales cuando poco antes se exigía casi la mitad de los votos válidos. El exalcalde sandinista de Managua, Dionisio Marenco, cuenta que el mismo Daniel Ortega se asombró cuando Alemán, “sin ton ni son, le ofreciera rebajar el porcentaje de votos necesarios para alcanzar la presidencia, del 45% al 35%”. Ortega y Alemán se necesitaban el uno al otro.
Ortega negoció con su enemigo tradicional, el cardenal Obando al que llamó fariseo y “capellán del somocismo”, mientras que éste le devolvía el epíteto llamando a Ortega “serpiente, que vive, mata y muere escupiendo veneno”. Más allá del calibre de las palabras, ambos pactaron, cuando Ortega llegó a la conclusión de que contra la Iglesia, jamás ganaría una elección popular. Para que no quede duda del pacto con el obispo somocista, los diputados sandinistas votaron en la Asamblea Nacional una moción que destaca a Obando y Bravo como un «hombre de diálogo, que se ha hecho otro Cristo en la entrega a los demás, hombre de gran energía moral”. Además la bancada del FSLN “votó la prohibición y castigo del aborto terapéutico”, así satisfacía a las iglesias con el fin de ganar votos pues se encontraba en campaña electoral, y para congraciarse con el fundamentalismo religioso de las iglesias católica y evangélica. Como guinda del pastel, un convertido Ortega comenzó a acudir con su esposa a las misas de domingo en la catedral, “convenientemente televisadas, en una de las cuales pidió perdón por los excesos pasados de la revolución”.
Ortega en el poder ha implantado un régimen económico-social “en el que los pobres están condenados a rebuscarse la vida en trabajos informales, precarios, por cuenta propia o a trabajar por salarios miserables y en largas jornadas”. Miles de nicaragüenses viven obligados a emigrar a otros países en busca de trabajo, para escapar de las pensiones de jubilación precarias. Se trata de un régimen de inequidad social con un creciente proceso de concentración de la riqueza en grupos minoritarios. Todo esto se explica desde dos hechos: “el pacto del Gobierno de Ortega con el gran empresariado y la obediencia al Fondo Monetario Internacional”.
Si a la izquierda latinoamericana no le resulta incómodo obedecer al FMI, algo huele mal en Nicaragua. El país de Sandino, hoy sigue el guión de las grandes transnacionales y capitales extranjeros, que llegan a explotar riquezas naturales o a aprovecharse de la mano de obra barata, como sucede en las zonas francas. El caso más representativo de esta política es la concesión para la construcción del Canal Interoceánico, “en condiciones de opacidad y en contra de los movimientos medio ambientales y del campesinado afectado por el proyecto”. Todo ocurre con el silencio de los medios de comunicación que no escapan al control de la familia Ortega-Murillo, con participación de algunos de sus hijos.
El asistencialismo social de los programas de gobierno, no son un producto de transformaciones sociales y económicas de fondo. Solo se traducen en “la entrega de pequeños lotes agrarios, de animales de cría, de láminas de zinc, de bicicletas, y otras donaciones cubiertas hasta ahora con dinero procedente de la generosidad petrolera venezolana”. No es casual que el slogan oficial del gobierno de Ortega sea Nicaragua, cristiana, socialista y solidaria, lo cual en términos ideológicos es un despropósito oportunista que promueve un Estado confesional, desde una presunta izquierda laica.
Nadie soñó con el fin de la revolución sandinista en manos de los quintacolumnistas, menos los 300 muertos caídos y los que caen, día a día, resistiendo ante un gobierno represivo que justifica su violencia con el argumento de la “conspiración” foránea, cuando en realidad el caldo de cultivo contrarrevolucionario emerge desde el seno de una sociedad que extravió el rumbo revolucionario.
La mirada de la izquierda latinoamericana debe ser más objetiva para evaluar lo que está sucediendo en Nicaragua, cerrar los ojos es una trampa de impredecibles consecuencias. Ese es un ejercicio peligroso, más temprano que tarde, empieza a surgir la verdad. Y la verdad es siempre revolucionaria.