Qué violento resulta hablar de violencias. Estas prácticas aberrantes se han naturalizado en la sociedad ecuatoriana como parte de la cultura ciudadana. La violencia se define como todo acto que guarde relación con la práctica de la fuerza física o verbal sobre otra persona, animal u objeto originando un daño sobre los mismos de manera voluntaria o accidental. El elemento principal dentro de las acciones violentas, es el uso de la fuerza tanto física como psicológica para el logro de los objetivos, y en contra de la víctima. Existen violencias de caracter familiar, institucional, sexual, laboral, económica, policial, deportiva, patrimonial, docente, física, psicológica como formas de vulneración de derechos a la integridad de las víctimas.
En la vida consuetudinaria de los que habitamos este país, frecuentemente oímos decir que ocurrió un atentado contra la integridad de alguien, un secuestro, una violación, un crimen feminicida o, en el menos público de los casos, un acto de violencia doméstica o intra escolar, camuflada y defendida incluso como “método de enseñanza”.
Si bien es cierto que una corriente filosófica reconoce que la violencia es la partera de la historia, no es menos cierto que decir aquello significa reconocer el rol intrínseco de la violencia como catalizador en una sociedad contradictoria. Sin ir más lejos, nuestra vida cotidiana está saturada de actos violentos con miles de mensajes diarios que estimulan la inarmonía entre los seres humanos. En la televisión, cada 12 segundos podemos ver una escena violenta, más de la mitad de los contenidos informativos se refieren a crónica roja con crímenes, asaltos, accidentes, desastres, etc., un menú diario que debemos digerir de manera natural.
La violencia como forma de convivencia social y hábito cultural adquirido, se ha entronizado en todos los ámbitos de la vida cotidiana como una forma del ser social. Y esta realidad no cuenta con una respuesta estatal, institucional, educativa o familiar en capacidad de erradicar las prácticas violentas o de disminuir los estímulos que las provocan.
En el contexto social violento, cierto es que ocurren hechos de esta naturaleza que destacan por sus características propias o por la desmesurada respuesta de las autoridades. Hace unos días se conoció que en la localidad amazónica de Sucumbíos, una niña de 12 años de edad resultó embarazada luego de ser secuestrada por un sujeto de 23 años. Si bien el caso se volvió muy mediático, asumimos que puede ser posible que no sea el único entre otros que no trascienden a los espacios informativos por constituir prácticas ocultas en el seno de una sociedad que, precisamente, camufla la violencia como costumbre nativa. Se sabe que en otros lares, en África por ejemplo, es normal la convivencia de niñas emparejadas con hombres adultos, muchas veces amparados en una legislación que consagra con el matrimonio civil dicha costumbre social.
El caso de la niña amazónica trascendió mediáticamente porque se sumó la escandalosa calificación de “violencia doméstica en una pareja”, como se refirió insólitamente el ministro de Interior, Mauri Toscanni, obligado luego a disculparse públicamente por el desaguisado. El país recibió con estupor la declaración ministerial, puesto que se trata de una autoridad responsable de lo que ocurre con la seguridad de ciudadanos y ciudadanas que, en ningún caso debió hacer una lectura tan descabellada de un hecho que habla de una total insensibilidad y desinteligencia gubernamental.
La violencia es un fenómeno que cobra víctimas entre los más vulnerables, menores y mujeres que son abusadas, violadas o asesinadas por sus convivientes como un número más de una abultada estadística criminal. La sociedad, de algún modo mórbido permite, o es indiferente ante estos hechos. Cada caso conocido en los medios o en las redes sociales es visto como algo ajeno que nunca nos ocurrirá a nosotros, o como un espectáculo que estimula el morbo de lectores y telespectadores de una prensa sensacionalista.
Es hora de repensar detenidamente cómo se ejerce la autoridad en el país. ¿Están nuestros gobernantes premunidos de valores y experticias para asumir casos de la aberrante violencia que campea en la vida diaria en el país? Aparentemente no. O, en el peor de los casos, se endilga la culpabilidad a la víctima que “provocó” a su agresor, o la culpabilidad real se camufla en sanciones irrisorias en actos de violencia intra escolar de profesores que son premiados con nuevos cargos administrativos, luego de vulnerar derechos de sus alumnas en el aula o en los baños de los planteles educativos. Hablar de una educación en derechos resulta un eufemismo frente a la incapacidad demostrada por el Estado para frenar estos actos violentos.
El Estado es cómplice y encubridor de la violencia si no se modifican los códigos legales con sanciones más drásticas a los agresores. El Estado es cómplice si no se aplica una ley de comunicación que impida a los medios informativos reproducir la violencia en sus espacios de manera tan acrítica y complacientemente sensacionalista. El Estado es encubridor si no es capaz de sancionar a un profesor de un instituto público que agrede con un palo a sus alumnos y luego éste resulta defendido por sus propios agredidos, sin que se intervenga al establecimiento educativo. El Estado es cómplice si no actúa de manera regulatoria en los contenidos de la series televisivas -foráneas o criollas- que hacen de la violencia un chiste o un drama permisivo y permitido. El Estado es encubridor si permite que la cultura de la violencia se afiance tan naturalmente en el seno de una sociedad indefensa y agresora a la vez.
Es hora de cuestionar nuestras relaciones sociales, nuestra forma de gobernanza, y nuestra convivencia familiar, fuertemente influida por costumbres consuetudinarias violentas, frente a las cuales no existe respuesta oficial adecuada. La violencia tiene un efecto multiplicador, y la desidia oficial solo contribuye a ser parte del problema, y no de la solución, de la violencia multiplicada.