La muerte de un periodista siempre será lamentable, pero si ese periodista muere en cumplimiento de su deber profesional como testigo de su tiempo, es doblemente atroz porque con él sucumbe de modo funesto la necesidad de informar en una sociedad democrática que tiene derecho a conocer la verdad sobre las circunstancias del acontecer nacional. Se sabe que el equipo liderado por el periodista Javier Ortega, su fotógrafo Paúl Rivas y el conductor Efraín Segarra, chofer del vehículo que los traslado hasta Mataje, tenía amplia experiencia en coberturas en la zona conflictiva de la línea internacional colomboecuatoiana. No obstante, su sentido de responsabilidad y su pasión por el oficio los llevó a arriesgar su vida en un territorio de alto peligro para la labor informativa.
La muerte de Javier, Paul y Efraín representa una funesta combinación de absurdos, desde la falta de acompañamiento militar al equipo en su acción reporteril en una zona de alto riesgo, hasta la total ineficacia estatal; y en concreto, de las autoridades de gobierno por salvar su vida, luego de que fueron secuestrados por la narco guerrilla. ¿Hicieron todo lo que necesario las autoridades ecuatorianas para liberar a los secuestrados? Esa pregunta solo queda en la conciencia del mandatario y de sus asesores militares y policiales.
La familia de las víctimas de este alevoso crimen, tiene derecho absoluto a conocer detalles de lo emprendido por acción u omisión, y establecer las responsabilidades pertinentes. Una investigación a fondo, hasta establecer la verdad de los hechos amerita en estos momentos como un elemental sentido de justicia con los compañeros comunicadores caídos.
Este tema, visto bajo la luz de una indagación que debe precisar qué realmente ocurrió con Javier, Efraín y Paul, recién comienza. En marzo pasado, el equipo periodístico de El Comercio llegó a Mataje, en la provincia de Esmeraldas, para evidenciar la violencia que la golpeaba por los conflictos desatados por el narcotráfico y la corrupción. Luego de permanecer algunas horas en la zona fue interceptado y sus miembros secuestrados por integrantes de la banda liderada por “Guacho”. Días después los comunicadores fueron asesinados, luego de permanecer encadenados y torturados, y quedaron abandonados sus restos en la selva.
Las causas de la muerte de Javier, Efraín y Paul habrá que ir a buscarlas en el endémico abandono estatal a una provincia fronteriza azotada por miseria y la violencia. Habrá que buscarlas en la vigencia de una política criolla supeditada a la geopolítica internacional de los Estados Unidos y de Colombia, empeñados en involucrarnos -como ya lo lograron- en una guerra sucia e interminable con la narco guerrilla. Y seguro allí la verdad de los hechos develará la opacidad oficial sobre las negociaciones que se debieron hacer con el grupo disidente guerrillero, Óliver Sinisterra, para rescatarlos con vida. La deuda oficial se concentra en conocer quiénes permitieron su ingreso a Mataje, y si se los alertó del peligro de entrar al sitio donde “Guacho” supuestamente era poderoso.
Se habla del legado de los mártires asesinados en su acción periodística por establecer la verdad sobre la realidad de una frontera olvidada por los estados limítrofes de Ecuador y Colombia. Su legado consiste en el ejemplo profesional que implicó el intento de evidenciar la violencia que golpeaba a esos territorios por los conflictos desatados por el narcotráfico y la corrupción. Un territorio en manos de la guerrilla, para militares y el narcotráfico que usa los pasos fronterizos como corredor para exportar droga con destino a los EE.UU., Europa y Asia. No obstante, ya es tarde para rodear la frontera de metralletas. Allí hace falta lo que siempre faltó: políticas de desarrollo social en salud, educación, empleo y convivencia segura.
La única justicia posible con Javier, Efraín y Paul, comunicadores caídos en cumplimento de su labor profesional, será establecer la verdad sobre los hechos y determinar las responsabilidades oficiales, políticas y técnicas de quienes en representación del Estado estaban en la obligación de preservar su vida.