Caminar por las calles de Quito es una experiencia lastimera. Al antiestético espectáculo de paredes rayadas con extraños grafismos, grafitis y consignas políticas, se suman miles de vendedores ambulantes que pululan en avenidas, buses y troles municipales, como un ejército de pordioseros vendedores de miseria.
Juan trabaja 10 horas diarias vendiendo caramelos en los buses que cruzan longitudinalmente la ciudad. Con una venta de 15 a 20 dólares por día, mantiene su familia de 4 hijos en su hogar situado al sureste de Quito. Cada mañana sale a vender junto a unos vecinos del barrio La Ecuatoriana, que suelen cantar en las unidades del trolebús; y otro amigo que ofrece 4 esferos a un dólar. Esa cantidad es la medida de la transacción de toda mercadería ofrecida por los comerciantes informales de Quito que, según estadísticas municipales, “superan las 24 mil personas”. Un dólar, o veinticinco centavos, es la unidad básica de precio de una interminable lista de chucherías ofrecidas a diario en calles y buses quiteños.
En las unidades de transporte público, convertidas en vitrinas ambulantes, los informales ofrecen insumos medicinales y pociones mágicas, que prometen curar la artritis, gastritis y dolores de toda naturaleza. Están así mismo los disc-jockey que convierten al bus en disco tienda, ofreciendo CDs compactos con un repertorio tan largo como un concierto en vivo. Otros se suben al bis a ofrecer artefactos de todo tipo para la cocina, remiendo de ropa, joyas baratas, libros de dudosos saberes y toda una gama de artículos domésticos para facilitar la vida del usuario. Se trepan a los autobuses en cada esquina portando maletas o mochilas en las que cargan su mercadería: discos compactos de música o videos musicales, dulces, agua, galletas, esferográficos, lápices, pulseras, marcadores. Solo en el tramo que una cuadra, suelen subirse hasta tres comerciantes a una misma unidad de transporte público.
Unos con voz estertórea gritan su mercadería, “sin compromiso” para el pasajero. Otros, sigilosos reparten entre los puestos de los ocupantes de la unidad, muestras de discos, que pueden contener música producida en las últimas cuatro décadas. También suelen ofrecer discos donde hay cerca de 9.000 libros en formato digital, Word o PDF, con temas de filosofía, historia, psicología, religiosos de teatro, como de “autores de la talla de Jorge Icaza, Albert Einstein, Agatha Christie, Jorge Luis Borges”.
Los artículos naturistas son una oferta frecuente en el transporte urbano. Todo tipo de cremas milagrosas, ungüentos, gotas y pastillas, puede comprar el pasajero urbano. Entre las últimas novedades se encuentran cremas hechas con sábila, glicerina, concha de nácar y placenta. Para no dejar de ofrecer artículos de primera necesidad, los informales proponen a sus clientes papel higiénico, pasta de dientes y lavavajillas, limas de uñas, cortaúñas, cucharas de plástico y prácticos colgadores de ropa. Y para engañar al estómago, calmar la sed y aplacar antojos, los vendedores ambulantes ofertan dulces tradicionales, cocadas, papas fritas, chifles, helados de agua y de cono, entre otros, a 25 centavos de dólar la unidad.
Pero están los que nada tienen que vender y que se confunden con los comerciantes. Son los enfermos catastróficos, familiares de algún menor quemado que recién ingresó al Hospital Baca Ortiz y necesita recursos para una intervención urgente o un ciego que canta sus miserias. Cada día es común ver una retahíla de lastimeros seres enseñando sus heridas, operaciones inconclusas, sus dolores del cuerpo y del alma. Ese es el Ecuador postrevolucionario de hoy, y la capital es el símbolo urbano de la decadencia social a la que el país ha llegado. El espectáculo más deprimente de la realidad social de miles de ecuatorianos residentes en Quito, se lo vive en las calles. Cualquier cosa puede ser susceptible de ofrecer al mejor postor, con tal de ganar unos centavos de dólar que, sumados, hacen una venta diaria que no excede los 10 dólares.
La presencia de vendedores ambulantes ha aumentado en los últimos meses en la capital ecuatoriana, como resultado de una crisis económica galopante y la incapacidad gubernamental de dar respuesta a la generación de empleo. La cifra de desempleo en Quito subió levemente de 9,1% a 9,4%, al final de 2017, mientras que a nivel nacional asciende al 4,6%. Quito tiene la tasa más baja de subempleo, comparada con Guayaquil, Cuenca, Ambato y Machala, pero también tiene la más alta en cuanto a desempleo, según la última encuesta del Instituto Nacional de Estadística y Censos INEC, con corte a septiembre del 2017. Este año, ese índice mejoró, pues bajó 1,1 puntos porcentuales y se ubicó en 7,8%. En Quito, el reporte dice que el subempleo es del 15,5% y el desempleo está en 9,1%. Hay que tomar en cuenta que esta tasa se calcula con base en la Población Económicamente Activa, que en septiembre pasado estuvo en 876.289, entre 1.4 millones de personas en capacidad de trabajar de un total poblacional de 1.895.207 habitantes.
El desempleo en Quito y en el resto del país se da por el estancamiento económico, la falta de inversión, la falta de oportunidades. El trabajo informal, subempleo y desempleo son signos de que la revolución ciudadana no resolvió el problema del empleo adecuado, y durante diez años permitió a millares de ecuatorianos deambular por las calles vendiendo miseria. En la época postrevolucionaria del gobierno actual, la situación no ha mejorado. El mentado diálogo con los sectores empresariales para que, entre otras cosas, lograr que inviertan en la generación de empleo, no ha dado frutos en la práctica.
A la realidad paupérrima del vendedor informal ecuatoriano se suma la competencia de venezolanos y cubanos que en un creciente numero llega al país para engrosar el ejército de cachineros ambulantes, que ponen “a la orden” del transeúnte todo tipo de mercancías de origen desconocido.
En Quito existen veinte sectores en donde se concentran los informales a vender sus mercaderías, con un hipercentro crítico de la ciudad: Centro Histórico, La Mariscal, La Carolina e Iñaquito. La movilidad humana y las condiciones económicas hacen que la gente busque trabajo y se lance a las calles a ofertar lo que puede, y para ello identifican lugares de mayor afluencia de gente. Durante las mañanas los informales se concentran cerca de centros educativos e instituciones públicas, en donde circulan gran cantidad de potenciales compradores. Mientras que en las noches, especialmente fines de semana, los vendedores informales están en los alrededores de los centros de diversión nocturna. Datos de la Policía Metropolitana dan cuenta que de 24. 000 comerciantes informales en la ciudad, la Agencia Distrital de Comercio ha regularizado a 4.700 comerciantes autónomos.
El buhonero, o vendedor callejero, vive un drama adicional como víctima de la represión policiaca municipal. En vías donde la presencia de vendedores ambulantes es evidente, basta la llegada del camión con los policías metropolitanos uniformados para que los gritos de “ladrones”, sinvergüenzas”, “déjenlos trabajar en paz” se suele escuchar. Toda labor represiva policial es rechazada por la población, especialmente cuando se trata de evitar la presencia en las calles de comerciantes no autorizados. El público, por lo general, se pone de lado de los vendedores y reprocha la acción de los guardias metropolitanos.
Teresa recorre unos 15 kilómetros diarios en búsqueda de clientes. Su zona de acción comprende calles aledañas al populoso sector de La Marín. Vende pilas, pegamento, limas, cortaúñas, fosforeras y otro tipo de cosas que transporta sobre un soporte de cartón. Ella denuncia a los metropolitanos por “groseros que no respetan a mujeres o a niños”. Dicho efectivo policial se incrementó de 150 a 400 agentes que recorren áreas próximas a iglesias, plazas, vías y puntos estratégicos. Son los “enemigos” de unos 30 mil comerciantes informales que se calcula que hoy existen en Quito.
Vivimos en el país de la crisis económica galopante. El Ministerio del Trabajo anunció, recientemente, que se revisará la situación de 70 mil servidores públicos con contrato ocasional y que está prohibido extender su contratación más allá de un año, decisión que rige hasta el 2019. El fantasma de un nuevo ejercio de desocupados, recorre el país.
Ecuador, país dividido por una línea imaginaria, ahora está separado por la línea que divide a la población entre los que tienen trabajo y los desocupados. Es el fruto de la carencia de imaginación gubernamental para dar respuesta al más grave drama social de las últimas décadas: el desempleo y el empleo informal que condena a los ecuatorianos a sobrevivir como vendedores de miseria.