El domingo pasado que celebramos en familia el Día del Padre tuve una experiencia singular: abracé a mis nietas, Romina y Valentina, luego de que durante toda la semana, de todos los meses del año solo las veo en la pantalla de mi celular jugando con sus tabletas digitales. Fue una vivencia vital, en el redundante sentido de la palabra: Ellas estaban ahí con su risa real, el aroma real de sus cabellos y la mirada de ternura en vivo y en directo. Las hijas de mi hija mayor Gabriela, y sobrinas de mi hija menor Paula, forman parte de una generación nativa digital que se comunica, vive, sueña, sufre y anhela a través de la pantalla de un celular o una tableta, incluso cuando están “en familia”, y solo falta que conversen con los otros miembros de la mesa familiar por WhatsApp, luego de hacerse los selfies grupales para el Facebook. Mientras sentía la cálida humanidad de su abrazo deseándome feliz día del padre -o del Tata, en este caso- pensaba yo, qué me une y me desune a ellas. Mis adorables nietas, -antes mis idolatradas hijas-, son producto de la era del vacío de las relaciones humanas reales. Son, en buen romance, nativas digitales.
Conscientes de que toda vanguardia se vuelve retaguardia, debo reconocer que si mis hijas -Gabriela y Paula son, acaso, Millennials, nacidas en una era todavía sin Internet; mis nietas son, nada más y nada menos, Centennials. Esa prole nacida de la tecnología, parida a través de pantallas virtuales y descendiente de algoritmos que engendró seres muy dados a la innovación, creadores de sus propios sistemas y una inteligencia absolutamente más pragmática que nuestra generación GenX, nacida entre los 60 y 80, o incluso en años análogos anteriores, en plena Guerra Fría.
Las diferencias son sutiles, pero evidentes: los Millennials son caprichosos, no soportan el compromiso; los Centennials exponen su privacidad sin límites. Además, los Millennials prefieren estar solos, no son románticos, prefieren una mascota o una colección de likes en Facebook, hábitos de consumo y tiempo libre. Los Centennials son la primera generación verdaderamente nacida en la era de la información. Piensan que Facebook ya no es «cool», pero aún lo encuentran útil para informarse de una variedad de cosas. Prefieren plataformas full «creativas» como Instagram y regularmente utilizan aplicaciones de mensajería efímeras o anónimas como Snapchat.
Los Centennials, o Generación Z, han nacido con un smartphone en las manos, las redes sociales son una forma de vida, se comunican al instante a través de mensajes y emoticonos y no recuerdan que una vez el mundo vivió desconectado. Son una generación que no conoció el mundo sin Internet. Estos niños púberes de la camada de entre 10 a 16 años, en la que vinieron mis nietas -Valentina y Romina- de siete y trece años, respectivamente, nos están dando cátedra sobre sueños, el porvenir y la realidad virtual, habitada y dominada por ellos como nativos digitales puros. Solo les basta un celular “inteligente” para explicarnos sus leyes de este tiempo de nuevo milenio y decirnos cómo no escaparemos a ellas. Estos chicos avanzados en el tiempo y en los espacios virtuales, editan sus mensajes en video, hacen fotos y reportan la “vida” cotidiana que les acontece en tiempo real, prefieren las imágenes a los textos y sus párrafos son cortos, extremadamente mínimos, puesto que no hay tiempo que perder.
Los 160 caracteres del Twitter les bastaba y les sobraba, ahora un Meme dice más que mil palabras para lo mucho, brutalmente sintetizado, que tienen que decirnos. Y lo hacen con un despliegue tecnológico abrumador: para eso se creó un software, para que la red de iphones de los protagonistas Centennials conecten, proyecten y switcheen sus cámaras, así vemos en pantalla gigante lo que ellos nos tienen que decir sobre “los cuerpos, las relaciones afectivas, el ser humano, la economía o las futuras profesiones”. Viven con YouTube. No lo ven como una red social ni lo usan para comunicarse; pero invierten mucho tiempo consumiendo grandes cantidades de video. Lo usan para entretenerse, educarse, informarse, divertirse, oir música, jugar, ver jugar, aprender a jugar, seguir artistas y sobre todo a mucha celebridad creada y nacida como youtubers.
Los Centennials, no es que van a cambiar el mundo… ya lo están cambiando. El acceso a la información y la facilidad de recibir y compartir ideas hacen que está generación lleve sus ideas y su determinación a la realidad. Existen ya líderes adolescentes de alcance mundial como Adora Svitak, Jack Andraka, Malala Yousafzai o Logan Laplante, con proyectos influyentes como el Google Science Fair que invita a la creación de proyectos que pueden cambiar el mundo. Ellos son los dueños y protagonistas, con signos propios, de nuestro tiempo. Si mis hijas añoran sus infancias sin redes sociales, sin memes o selfies, mis nietas sueñan con lograr fama como sus ídolos youtubers. Sus futuros profesionales no los ven, sino como controladores de tráfico de drones o genios del big data.
Si mis hijas jugaron con muñecas de caucho y pelo rubio sintético, mis nietas reemplazaron las anoréxicas Barbies por sofisticados artilugios digitales, con los que gobiernan nuestras vidas en calles, parques, colegios, restaurantes, etc. Dice la crónica que Lego, la marca de los juguetes “didácticos”, bajó sus ventas en un 7.7%, pese a la maldad insolente de mercadear hasta las náusea todo lo relativo a Star Wars y cuanta película tonta se le ocurra a Disney-Pixar. Nosotros, en cambio, jugamos con bicicletas, pelotas, trompos, yoyoes, naipes, trenes y autopistas y ellos los Centennials, que no conocieron esos juguetes, nos miran desafiantes y la venganza será terrible.
El “poder envejece”, el de nuestra generación no es una excepción. Los niños y niñas de hoy negocian con sus padres, gracias a su dominio de redes sociales donde parece prevalecer la última verdad sobre temas antes impensados para su generación, en el ambiro de la infancia y adolescencia. Nos hemos quedado de espectadores ante su rutina cibernética, como duermen tarde practicando videojuegos donde la violencia es la cátedra del momento. La mayoría de ellos no practica algún deporte, a través del cual canalizar su arrolladora energía en plazas o calles del barrio: su espacio lúdico natural, es la pantalla virtual. Adoran ir al colegio porque ahí se reconocen entre iguales, y no les importa si entre sus semejantes viven una constante guerra de ciberbullyng.
No es de extrañar que en su vertiginoso mundo tecnológico, sean víctimas fácil de sedentarismo, depresiones, angustias, ansiedades y vicios heredados de los adultos. Mientras tanto esta sociedad percolante no responde a su temprana erotización, expuestos a la pornocultura, los contenidos de la educación sexual de colegios y escuelas o el control parental, son un chiste. No en vano el creador de Twitter declaró que sus hijos no tendrían acceso libre a Internet hasta bien entrada la adolescencia. Por algo será. No ha de ser porque la tecnología sin previas humanidades, artes, juegos callejeros, o columpios será solo ortopedia para estos futuros adultos.
¿Debemos ser optimistas sobre el siglo XXI, nosotros que somos GensX obsoletos? Nacimos modelos 50 o 60 y debemos convivir con los Centennials en un mundo de robots, drones y pantallas portátiles que dominan nuestro mundo añorado. Cómo no añorar a Marilyn que estás en el cielo, la Monroe que no imaginó jamás que su soñada figura de eróticos colores en el calendario, fuera a ser parte de una imagen virtual, asexuada y distante.