Esa es una pregunta que divide el criterio de quienes tenemos la responsabilidad sobre nuestros hijos. No queremos saber, no nos atrevemos a responder por temor a una respuesta que haga saltar las alarmas familiares. O porque, simplemente, no tenemos ni la más remota idea de qué hacen los hijos en nuestra ausencia.
La pregunta ¿Qué hacen sus hijos de noche?, encabezó un reportaje que realizamos hace algunos años para la televisión ecuatoriana. Las escenas diurnas de un concierto de rock en el parque de La Carolina en Quito, con adolescentes sobre el césped bebiendo hasta la embriaguez avanzada, iniciaba el periplo aterrador recorrido por chicos de 12 años y adolescentes mayores, un fin de semana en la capital. Continuaba el reportaje con escenas del bar Papillón en la zona de la Mariscal, abarrotado de menores de edad, confundidos entre grupos de adultos donde todo podía suceder: consumo de drogas de todo calibre y alcohol en grandes cantidades, bailes eróticos sobre la barra del bar, escenas sexuales bajo la penumbra del ambiente, etc. Los menores de edad habían ingresado al bar, bajo la mirada cómplice de dos enormes porteros de raza negra, con cédulas adulteradas en un local del centro comercial El Espiral en Quito, donde se falsificaba sus edades por unos pocos dólares.
Al filo del alba el reportaje mostraba la sala de emergencia del Hospital Eugenio Espejo, con paramédicos atendiendo a jóvenes heridos en riñas, víctimas de incidentes de tránsito y escenas de violencia nocturna. El reportaje realizado en los años noventa, fue una alerta de alto impacto familiar. No hemos vuelto a ver un trabajo periodístico de esas características en la televisión ecuatoriana.
Hoy día la pregunta pertinente es: ¿Qué hacen sus hijos de día? Porque lo que hacen de noche ya lo sabemos. De día permanecen atrapados en las redes fomentando sospechosas relaciones sociales. Tiempo que ocupan, abrumadoramente, en sus ratos libres, y comparten viendo la televisión o practicando video-juegos. Y aunque resulte paradójico, estas actividades aparentemente innocuas, son fuente de deformación cultural para nuestros hijos.
Una investigación realizada en los años noventa, determinó que en la televisión ecuatoriana cada nueve segundos aparece una escena violenta. Y hoy los video-juegos se basan en escenas bélicas, con personajes monstruosos, en ambientes surreales con una trama de violencia ilimitada. Ese es el referente cultural que disponen, masivamente, nuestros niños, niñas y adolescentes con anuencia o en ausencia de los padres.
Un suceso que tuvo lugar en una unidad educativa del sur de Guayaquil estremeció al país, en circunstancias en que cinco menores de octavo año de enseñanza básica, atacaron a una menor de su edad que murió horas después, presuntamente, por los efectos del acecho violento del que fue objeto en el aula de clases. El hecho saltó las alarmas sociales y deja “al descubierto algunas sensaciones acerca de la correcta o no vivencia de los niños y jóvenes alrededor de sus barrios”.
La respuesta estatal consistió en iniciar una investigación encabezada por la Fiscalía y el Ministerio de Educación, para “evaluar y determinar responsabilidades por acción u omisión”. Pero, mucho más allá de la repuesta judicial o forense, es hora de establecer qué tipo de relaciones mantienen los menores de edad con su entorno barrial y familiar, y así conocer qué escuchan miran y aprenden en el hogar, como referentes determinantes en la adopción de comportamientos agresivos.
Es hora de reforzar la acción de los dispositivos implementados en colegios y escuelas con profesionales de los DECE, psicólogos, orientadores, maestros y autoridades, para que el llamado “acompañamiento” dado a los estudiantes se anticipe a los hechos, en lugar de constatarlos solo después de ocurrida la tragedia. Una situación que, en el caso del ámbito educativo, ya registra niños y niñas abusados sexuales, violados por profesores, menores que se suicidan huyendo del bullying y niñas víctimas de presunto homicidio culposo perpetrado por sus propios compañeros de aula, cuando “cinco niños se agrupan para agredir físicamente a su compañera hasta causarle la muerte”.
El drama, bien o mal, puede empezar en nuestros propios hogares a temprana edad de nuestros hijos, con referentes culturales no apropiados para su formación espiritual. Hace algunos años una investigación realizada en Chile por el sociólogo Armand Mattelart -publicada en el libro Para Leer al Pato Donald- que analizaba el contenido de las series publicadas en revistas de la empresa Walt Disney, concluyó en que los mensajes de las historietas y comics publicadas por la empresa norteamericana y su legión de caricaturistas, son nocivas para la formación intelectual y moral de nuestros hijos expuestos a desvalores transmitidos en las páginas de revistas como Disneylandia, entre otras.
En las historietas de Walt Disney, luego reproducidas en el “cine infantil”, no existen valores formativos de la niñez y adolescencia. En las tramas de los comics no hay relaciones parentales de padres e hijos estructuradas; las familias solo se relacionan entre tíos y sobrinos (Donald y sus sobrinos, Mickey y sus sobrinos). Tampoco hay relaciones de parejas formales (Donald y Daysi, Mickey y Minie, Tribylin y Clarabella, etc.)
De igual modo, no existen referentes formativos basados en el valor del trabajo. Las relaciones de producción no existen en los comics de Walt Disney. Todos los oficios que realizan los personajes no son productivos, por ejemplo, venta callejera de limonada ejercida por los tres sobrinos menores de Donald. Aventuras mercenarias del Pato Donald en tierras que son, inconfundiblemente, latinoamericanas, luchando contra personajes de nombres tomados de pensadores revolucionarios como Marx y Engels, representados por sendos cuervos negros o perros de apariencia agresiva. El trabajo, como valor productivo y formativo, no existe en la imaginería de Walt Disney. Solo hay ricos, cuya fortuna es un misterio su origen, y el ricachón se “baña” en un cuarto lleno de billetes y joyas, tampoco existe un banco donde guardar su dinero a raudales.
Las series televisivas animadas de hoy -fruto de una abrumadora tecnología-, están basadas en los paradigmas que establece la industria capitalista norteamericana, europea y japonesa como productos del lucrativo negocio de la violencia. En esa vorágine cultural, las historias e historietas que fomentan la muerte violenta se repiten, una vez como tragedia y otra como farsa.
Estas reflexiones deben llevarnos a evaluar nuestros comportamientos familiares, barriales y educacionales. Lo que sucede dentro y fuera del sistema educativo, en términos de violencia contra menores de edad, no es producto de la casualidad. Son hechos heredados de una sociedad indolente, cuya difusión y denuncia se ha incrementado por la acción investigadora y de control estatal y por la incidencia de la tecnología que masificó información que estimula el “destape” de hechos que muestran la violencia social naturalizada.
A la hora de escandalizarnos por lo que sucede con nuestros jóvenes en el sistema educativo, debemos preguntarnos qué hacen nuestros hijos en nuestra ausencia, y así empezar a conocer lo piensa y siente nuestra niñez y adolescencia. La respuesta podría ser estremecedora.