Todo fue un juego, respondió el rector del colegio situado al sur de Guayaquil, cuando el padre de la menor de 11 años asesinada por sus propios compañeros de aula, exigió una explicación de lo sucedido. Britany, de octavo año de educación básica, fue supuestamente atada de manos y pies, amordazada con una toalla y golpeada en el salón de clases, como expresión de violencia entre pares. Tyrone M. relató que al día siguiente de la agresión -11 de mayo- su hija se quejaba de fuertes dolores en la cabeza y entre lamentos pedía que la cambiaran de colegio, ya no quería regresar. La menor, segun informe médico, falleció por el estrés provocado por la agresión, agravado ante un cuadro de anomalía congénita que le causó un trauma encefálico. Murió horas más tarde por un infarto cerebral.
El cuadro rebasa todo poder de entendimiento de un sistema educativo donde la violencia se ha instaurado con letales consecuencias. Una violencia naturalizada por la desidia de autoridades, rectores, profesores y comunidad educativa que presencia con impotencia y estupor que el bullying, las agresiones sexuales de profesores y los ataques físicos entre estudiantes, son pan de cada día.
El problema luce fuera de control, con una reincidencia de violencia que se suma a la herencia de miles de casos represados en los colegios, y que han salido, masivamente, a la luz pública cuando una campaña electoral puso en el tapete de la discusión social una consulta a la ciudadanía sobre la imprescriptibilidad de los casos de violencia sexual intraescolar y colegial.
Los padres nos preguntamos, qué valores estamos transmitiendo a los niños en nuestro sistema educativo. Y qué estamos haciendo en el hogar por controlar y censurar los contenidos de la televisión que ven nuestros hijos, con programación en la que cada 12 segundos hay una escena de violencia.
Los responsables de la formación espiritual y física de nuestros niños y adolescentes, cuestionamos -con dudas- los resultados que dejan las campañas que se emiten con asistencia internacional, precisamente para prevenir y evitar la violencia al interior de los colegios y escuelas. Mensajes que habrían de ser validados entre diversos públicos, antes de ser emitidos en videos, folletos y demás material informativo para garantizar que los parámetros conductuales sugeridos en los mensajes, son debidamente comprendidos por las audiencias.
La violencia escolar ocurre en un contexto social que refleja los incidentes de la sociedad al interior de los planteles educativos. Una sociedad en crisis material y moral, sin respuesta social, es una sociedad sin esperanzas. Refleja en sus instituciones la descomposición estructural que conlleva al fracaso de todo intento por alcanzar una convivencia armónica.
De hecho, los procedimientos de acompañamiento psicológico y pedagógico deberán pasar por determinantes pruebas de eficiencia, desde sus recursos asignados hasta su metodología aplicada, puesto que como se sabe, son insuficiente los profesionales de la psicología, pedagogía y asistencia legal destinados en los establecimientos educacionales.
Algo muy indispensable y urgente hemos dejado de hacer los padres, maestros y autoridades educativas en la formación de nuestros menores, para que en un aula de clases, cuatro niñas y un niño del curso de la víctima -según testigos-, acostumbrados a abusar de los menores, ataquen a una compañera, la sometan a tortura física y horas después constatemos su muerte.
Algo más contundente habrá que emprender para que luego de las auditorías internas que se anuncian a la entidad educativa donde ocurrió el crimen de Britany, se proceda a la intervención, investigación y sanción, administrativa y legal, a los responsables de este hecho violento que tiñe de sangre a la educación nacional.
Es de esperar que la justicia proceda según lo anunciado por el fiscal que, de existir homicidio culposo, los victimarios reciban el correspondiente aislamiento de cuatro años, de acuerdo con el Código de la Niñez y la Adolescencia. Solidarizamos con la familia de Britany y exigimos justicia en un caso que ya no es aislado. Es el nítido reflejo de la descomposición social en la que vivimos.