Todo puede comenzar con una sensación de ansiedad, sin motivo aparente, seguida de dificultad respiratoria. Te miras al espejo para reconocerte y eres otro. Poco a poco, va creciendo una burbuja que se expande, opresora, en el centro del pecho y te quita el aliento. Caminas sin rumbo fijo por la habitación, tratando de controlar mentalmente tu propio comportamiento.
Una fuerza inédita me abraza el pecho, oprimiéndolo. Un súbito enemigo que asalta por la espalda y presiona en forma inusitada. Conozco esos síntomas desde el primer infarto, hace ya 15 años, pero esta vez es menos agudo ese dolor de una estaca clavada en el torax y presionada por la fuerza de un gigante invisible. Los demás indicios corporales aparecen de a poco: el mareo, seguido de la descomposición del estómago y esa premonición de muerte inminente que te inmoviliza. Nunca un dolor ha puesto tan angustiosa sensación en el pecho. No es agudo, más bien quemante. Se irradia a los brazos, se refleja en las mandíbulas y se expande hacia la espalda, quiere abarcarlo todo, apoderarse, indefenso, de tí.
Tratas de hacer lo que has aprendido para estos casos: toser, sentarte en la cama con el cuerpo dispuesto con 45 grados de inclinación, respirar con inhalaciones profundas y contener el aire para dismunir la frecuencia cardiaca. Los latidos son tan poderosos que zangolotean la humanidad como si se tratara de un temblor externo en la habitación. Es mejor ponerme de pie. Camino tambaleante tratando de alcanzar el baño. Un vómito compulsivo me dobla sobre el inodoro. El problema es superior a la solución. Debo buscar ayuda, trato de ubicar mentalmente un centro médico próximo. Está cerca del apartamento de la Mariscal la unidad de diálisis y consulta externa del IESS de la calle Colón. Decido concurrir de inmediato. Pongo en orden las cosas que debo llevar. Es un protocolo ya conocido. Antes de abordar el ascensor, hago dos llamadas de emergencia a mis familiares. Mi hija Paula se encuentra muy lejos y demorará en llegar, mi mujer está compartiendo un almuerzo con su familia materna, pero sale con premura a verme.
El ascensor es un sarcófago en descenso, en mi angustioso imaginario. Una caja metálica que se tambalea al ritmo cardiaco enloquecido. El espejo del elevador me descubre, extraño a mí mismo, con esa blanca palidez en el rostro que dona urgente la sangre a los órganos vitales que la necesitan con apremio. Me aferro al pasamano para no ceder a la asfixia que amenaza con hacerme perder los sentidos. El cubículo de metal desciende a un ritmo en contrapunto con el corazón. Un descenso sincopado hacia la nada: 10, 9, 8, 7, 6, 5 pisos… y descendiendo. Ahora el tipo del espejo me mira con los ojos desorbitados por la ansiedad.
En la calle, una bocanada de aire frío me hace estremecer, pienso en mi presión arterial. La sensación de opresión del pecho se torna insoportable. Hay que resistir, como la primera vez, solo me separan 300 metros del centro médico del IESS. En la avenida Almagro, un fogonazo en rojo del semáforo me advierte del peligro. Atravieso la calle, falta poco para llegar a las gradas que pesan en las piernas. El auxiliar paramédico que se ubica en la puerta me mira. Le cojo del brazo y le digo que tengo un infarto en curso, que me lleve con un médico. Me responde que en ese lugar no hay atención de emergencia. Lo tomo con firmeza del brazo y le insisto. Cómo debió ser mi actitud imperativa, que en seguida el hombre me conduce por los pasillos hasta un ascensor. Una enfermera nos sale al paso y pregunta por mis síntomas, qué medicación estoy tomando. No respondo, y la sigo al salir del ascensor hasta una habitación. Ingresamos y me indica que me recueste en una camilla, boca arriba.
Es un cubículo médico sin implementos para un protocolo de emergencias. Una mujer da indicaciones, solicita nitroglicerina inyectable, ordena poner un suero y hacer tomas de sangre para analizar en el laboratorio: si las enzimas cardíacas han elevado su cantidad en el torrente sanguíneo, es que se trata de un infarto. Un paramédico acerca un electrocardiógrafo a la camilla y distribuye varios electrodos en mi pecho que galopa desbocado. Pinchazo en el estomago y en el brazo, preguntas y más preguntas. Alguien dice que no existe uno de los medicamentos requeridos. El paramédico indica que tampoco se imprime el ECG. Miro el monitor que está a mi lado y descubro lo insólito: mi corazón late a 200 latidos por minuto y lleva en esa faena 45 minutos de loca carrera hacia lo desconocido. Decido hablar y les exijo llevarme a un hospital con más recursos. Aceptan y solicitan la ambulancia para el traslado inmediato al Hospital Carlos Andrade Marín. La espera se vuelve interminable. El trazo del electrocardiograma describe los latidos, cada golpe de pecho es una línea regular de quebrados, huella persistente que registra un desbocado galope cardíaco.
En este centro de salud no hay los implementos necesarios para casos de emergencia, solo sirve para atención por consulta externa. Sin embargo, lo crítico del cuadro los hace actuar como equipo emergente y se convierte aquello en una sala de cuidados críticos. Vienen y van, auxiliares, paramédicos, barchilonas, guardias de seguridad. Es un desfile nervioso de personas, todos con una misión específica: preguntan qué siento y que porqué vine, una enfermera pincha mi antebrazo izquierdo y fija la aguja a la piel de mi brazo con un esparadrapo, que luego conecta al catéter que conduce a la funda del suero fisiológico. Gota a gota el líquido frío se introduce en mis venas. Un mujer de mediana edad pone la banda del barógrafo en mi brazo derecho y el monitor indica mi presión arterial crítica.
Un médico cubano, de gruesa contextura, aparece detrás del biombo que me aísla del resto de la habitación. El galeno habla en su típico dialecto caribeño de “taquicardias paroxísticas”; luego, pregunta con persistencia qué medicamento he tomado ¿Consumes pastillas, drogas, alcohol, que más, que más, chico? Por primera vez me informan el motivo de mi estancia en una camilla boca arriba: una taquicardia supraventricular paroxística, frecuencia cardíaca rápida que tiene un comienzo inmediato, mientras que las verdaderas taquicardias supraventriculares son de aparición gradual y no intempestiva. Es uno de los trastornos del ritmo cardíaco, cuya señal eléctrica proviene del nódulo auriculoventricular, explica el doctor cubano.
Vuelvo a escuchar ese metalenguaje médico, boca arriba, mirando las luces blancas en el techo: esta puede ser la última imagen que veré en mi vida. Destellos que se apagan y funden a un túnel oscuro donde no hay una salida luminosa al final del trayecto o, acaso, la muerte es una densa niebla que no nos deja ver el entorno del tránsito hacia otras dimensiones desconocidas. Un escalofrío recorre mi espalda.
Ha llegado Fátima, mi mujer, y minutos más tarde lo hace mi hija menor. También está aquí Elena, su madre, respondiendo al llamado de Paula. Todas quieren acompañarme en este trance difícil. Un auxiliar anuncia la llegada de la ambulancia. La camilla es conducida por los paramédicos e inicia el trayecto hasta el vehículo. Ya en el interior, boca arriba, las luces me enceguecen y pido apagarlas. La sirena empieza su concierto de emergencia. La ciudad desaparece. Solo el techo de metal del vehículo tengo frente a mi. Pienso en el cuento de Cortázar, La noche boca arriba y pierdo el sentido de las distancias.
«Tener miedo no era extraño -describió Cortázar el estado anímico del protagonista-, en sus sueños abundaba el miedo»
Luego de unos minutos eternos arribamos a la emergencia del Hospital Carlos Andrade Marín. Soy un paciente para cuidados críticos y con toda rapidez organizan mi ingreso. Los primeros auxilios comienzan a hacer efecto y el corazón se vence al medicamento y calma, con sobresaltos intermitentes. En la unidad de Cuidados Críticos hay dos pacientes monitoreados y entubados con oxígeno. Me conectan a los equipos de monitoreo y veo que mi frecuencia cardiaca ha descendió a 100 pulsaciones por minuto. La presión arterial en parámetros normales y la saturación de oxígeno al 97 por ciento. Mi corazón se comporta como mi aliado. Solo esperamos al cardiólogo que lo revise y diga que todo fue solo un buen susto; caso contrario, que empiece la intervención de cateterismo, instalación de un stent en la arteria obstruida o algo más invasivo.
Los tranquilizantes hacen efecto, y me sumerjo en un sueño profundo. Un sobrevuelo de altura sobre de un mar de mercurio. Turbulencias me agitan como una pájaro sobre la masa de líquido grisácea. Un dínamo en el pecho -de pronto- ordena el descenso.
La habitación ahora está colmada de gente. Doctores, paramédicos y enfermeras intentan salvar la vida de un hombre de unos 45 años que ingresó hace unos minutos, luego de sufrir un accidente de tránsito. Su estado es grave, exhibe fractura de tráquea y crisis cardio respiratoria: el corazón del hombre se ha detenido. El equipo médico inicia un protocolo de Código Azul: hay que revivirlo con masajes cardiacos. No registra saturación de oxígeno. Adrenalina inyectable, solicitan. Diez segundos de pausa y los paramédicos continúan con el bombeo manual sobre el pecho del paciente. Luego de 5 minutos, hay intercambio de masajista. El monitor titila una fatal luz amarilla, donde una intermitencia roja debe mostrar signos de vida. En la pantalla, una línea horizontal reemplaza al trazo de quebrados que registra las pulsaciones vitales. Se inicia una frenética carrera contra la muerte del paciente. Un tubo introducido en la boca del moribundo evacua sus fluidos corporales, su brazo cuelga, sin vida, desde el borde de la camilla.
Nadie ya se ocupa de mi, y presencio todo lo que ocurre a tres metros de distancia. Mi instinto me dice que debo registrar la escena en mi memoria. La muerte de un ser humano en esas condiciones no es cosa de ver todos los días. Miro el monitor que marca los signos vitales del paciente y éste está técnicamente muerto. Miro mi monitor y mi frecuencia cardíaca está en 95 latidos por minuto.
Sobre el pecho del paciente los masajistas que se alternan, presionan de arriba a abajo con potente fuerza, tratando de reanimar a un músculo cardíaco que se detuvo hace ya 17 minutos. Se agota el tiempo. Un ser humano puede permanecer hasta 30 minutos en paro cardiorespiratorio, antes de que se confirme su muerte. El hombre reacciona por unos instantes y su corazón vuelve a latir. La luz roja del monitor parpadea en desorden. Se produce una sensación de alivio entre los paramédicos. El peligro de desenlace fatal todavía persiste. La muerte solo ha concedido una leve tregua. Desde el inicio de la intervención de auxilio médico, el hombre ya ha recibido 8 inyecciones de adrenalina para estimular su latido cardíaco. Al cabo de los siguientes cinco minutos, su organo vital ya no responde.
El corazón del paciente se detiene definitivamente. Desde mi camilla alcanzo a ver su rostro pálido e hinchado, antes de que una tela verde lo cubra por completo. Uno de los paramédicos maldice contra algo. Ordena desconectar los equipos de monitoreo. Los asistentes abandonan la lucha. Nadie resulta vencedor. Ni la parca que, acaso, esta noche venía por mí… pero al ingresar a la sala de cuidados críticos agitando la guadaña, se equivocó de cubículo.