Había una vez un niño, en el país de las uvas y el viento. Hijo de una bordadora de sueños y un maestro de escuela primaria que escribía versos en servilletas de papel, en un cafetín de invierno, para enamorarla. Maria Elena y Vicente, refugiaban su amor de la lluvia, un amor sin papeles ni reglas, que desafiaba a la sociedad conservadora, gobernada por un viejo militar al que llamaban El Caballo, encumbrado en el poder sin penas ni glorias. En el Santiago pacato de los años cincuenta su clandestina relación de amantes había nacido en un tranvía, mientras ella se dirigía a trabajar al taller de costureras y él, al aula de clases en la escuelita de un humilde barrio.
Un amor de escaños de parque y poemas susurrados al oído, había sembrado una semilla en el corazón del niño, la primera edad: de la inocencia. La edad de los trenes de hojalata y la catapulta de madera. Dos tesoros lúdicos que dejaba solo para treparse a las rodillas de la bordadora sentada a la máquina de coser y rodearla del cuello, como un collar de pájaros.
La edad de la inocencia, aquella prístina que termina con los precoces despertares. Tiempo de descubrimientos sin conquistas. Balbuceos de la palabra y los actos vividos cual momentos mágicos, correteando jardines y atrapando insectos. La edad de los escondites furtivos, del libro leído sobre las rodillas, de la vida concebida como un juego.
Y una vez el adolescente que dejó de ser niño, despertó a la edad segunda: de la rebeldía. La del reencuentro con el padre en un parque citadino. El mismo dia que cumplía años y el poeta revolucionario le regalaba un libro, El Último Grumete de la Baquedano, el primer libro leído, del magnífico Francisco Coloane. Un libro que hablaba de un niño marinero que surcaba los mares australes de un país de marejadas borrascosas.
La edad de la rebeldía, vivida más como un acto solidario que un destino necesario. No habiendo nacido en cuna proletaria, el joven militó en las juventudes comunistas como primer aula vital. La edad del anaquel y el cuaderno de poemas escritos con el corazón en bandolera y la mano temblorosa. El poemario puesto en la estantería, junto a los señeros textos de la Mistral, Neruda, Cortázar, Hikmet, Sartre, Miller y otros maestros de la rebeldía.
Y el joven rebelde se hizo militante del país de la revolución de las empanadas y el vino tinto. El país del galeno convertido en Presidente del Chile revolucionario. En un territorio largo, como una cueca triste, convocado por la Unidad Popular a ser una nación libre, soberana y democrática. La tierra de la Violeta de Chile, que tejía chamantos de colores y escribía décimas grises. El país de Víctor, hijo de Amanda a la que recordó en su guitarra hasta en el último instante de su horrendo crimen, en manos de los militares asesinos.
La edad de la rebeldía contra el dictador y sus secuaces, que torturan y aniquilan obreros y estudiantes combatientes. El país de las hogueras de libros incinerados por las tropas fascistas. El Chile de las mazmorras ocultas para violar y asesinar mujeres inocentes. La tierra de sindicatos obreros, arrasada por la dictadura más sanguinaria de la historia del continente. El país asaltado por un militar traidor que clausuró escuelas y facultades donde aprendimos a ser rebeldes en la didáctica lucha cotidiana y clandestina.
Y el hombre que dejó atrás al adolescente, entró en la edad tercera: de la esencia. La edad de la reflexiva convivencia entre libros y vitales encuentros de amigos poetas, pintores. La edad de las preguntas y respuestas esenciales. El tiempo de la espera, más allá de la vocación de futuro. Vivido en la tierra de equinoccios y solsticios que me adoptó entre sus iguales, como una hermana grande. El país de las sombras alineadas por los astros. La mágica tierra de Montalvo y Palacio, Benjamín y Oswaldo, de Pedro Jorge y Jorgenrique. De camaradas entrañables como Abdón, Pavel, Luis, Pablo e Iván. Tiempo de amar a las mujeres que me aman, Gabriela, Paula, Romina, Valentina, Fátima…
Dividido el corazón entre dos hemisferios, vivimos al norte mirando al sur. Transeúnte de las uvas y el viento, habitante de la nieve y la selva vivas. La existencia asumida como una sola corriente, unida por el mismo intranquilo mar, cumplimos un nuevo año de vida, como el último grumete de mi primer libro leído.