Esa fugaz tentativa infinita, porque solo dura lo efímero -como dice Cortázar- me devuelve el sentido de la mujer-madre, mujer-amiga, mujer-amante, mujer-maestra, todas transeúntes, eternas. ¿Qué debo decir con esto? Que la condición femenina es esencialmente una condición temporal. La madre que guía tus primeros pasos, la mujer que te acompaña un tramo de vida, otra que te lleva a la última morada. Todas en una trascienden, una en todas ellas, pervive.
Y no es mera metáfora de significación simbólica, no. La simultaneidad de la mujer la hace ser todas a la vez en el acontecer cotidiano. A diferencia del hombre que se “especializa” en aquello específico, unidireccional, la mujer ejerce diversas vidas y por tanto, tantas muertes.
La madre engendradora de vida, que se juega su propia vida porque sobrevivamos, más allá del alumbramiento, cual loba mater, cual mater felina, instintiva y protectora. Refugio y guía, referente y madre, a la vez. A la que Cortázar dedicó, acaso, estos versos: Me basta mirarte para saber que con vos me voy a empapar el alma.
La obrera que vende su fuerza de trabajo en la fábrica por un salario de miseria. La productora de bienes materiales, a cambio de plusvalía laboral. La explotada, la despedida, la acosada, la luchadora, la rebelde que no tiene nada que perder, más que sus propias cadenas. A la que Neruda canto sin reparos: Bella,/ no te caben los ojos en la cara, / no te caben los ojos en la tierra. Hay países, hay ríos en tus ojos, / mi patria está en tus ojos, / yo camino por ellos, /ellos dan luz al mundo por donde yo camino / bella.
La forjadora de nuestra niñez, faro de los años verdes, maestra de preclaros saberes. La que guió nuestra mano sobre el papel, en la maravillosa didáctica de enseñarte a escribir. Aquella mujer que descifró, con una sonrisa en los labios, las ignotas letras impresas en el primer libro que puso en tus manos. La Mistral, maestra austral, que cantó con recia ternura a los piececitos de niños / azulosos de frío.
La amante, que hueles a pino volteado, en los versos de Barquero. La compañera de andanza. Bella locura…/ eterna como verano frio / cansada, su belleza de pelear / cautiva su larga pestaña / que un día me enseñó a amar, como dejara escrito Miguel Hernández.
El día que la mujer pueda amar con su fuerza y no con su debilidad, no para huir de sí misma, sino para encontrarse, no para renunciar sino para afirmarse, entonces el amor será una fuente de vida, y no un mortal peligro, escribió Simone de Beauvoir, pensando en su propia necesidad de liberación.
¿Cómo adviene en realidad tangible ese deber ser beauvoiriano?
Se dice que la mujer es doblemente sojuzgada, por lo mismo aspira ser doblemente liberada del yugo de la explotación laboral y sexual. No será posible concebir derechos humanos, sin una doble liberación de la mujer, en su condición de trabajadora y de reproductora. Jamás podrá ser viable la justicia social sin la emancipación de género, pero muchas son las trabas que impiden su realización.
La condición de la mujer ha sido objeto de diversos mitos a través de la historia, como versión interesada de una gran fábula de género. Desde la virginidad hasta la concepción de la maternidad, desde su erotismo hasta la plenitud de su poder sexual, desde su advenimiento, hasta el rito mortuorio y la presunta trascendencia inmanente de la condición femenina, la mujer es mitificada como una forma de no verla en su real condición. Entre los mitos más frecuentes consta el que la mujer debe ser más joven o a lo sumo de la misma edad que su pareja. Que, pasados los 40 años, una mujer no puede ser madre por primera vez. Que la mujer está supeditada al hombre, quien es el jefe y sustento del hogar.
¿Cuál es la condición intrínseca de la mujer?
Sin lugar a dudas, la simultaneidad. La mujer está llamada a desempeñar diversos roles simultáneos -impuestos o adquiridos-, que cumple en una cobertura plural de tareas cotidianas y trascendentes. La mujer niña, es púber acompañante de sus padres. Adulta, es trabajadora manual, intelectual y ama de casa. Es madre y compañera en un mismo enclave familiar. Está en todos los oficios vitales y su mayor prerrogativa se inicia con los derechos sobre su propio cuerpo a elegir si tener o no hijos.
La mujer puede ahora prescindir del hombre para convertirse en madre y acudir a un banco de semen o a la adopción. Y si la concepción no fue de su voluntad, le queda la prerrogativa del aborto. La ineludible maternidad, es otro mito que coadyuva al sojuzgamiento, según el cual no hay otro rol que cumplir de manera prioritaria. El matrimonio es la institución imperiosa que condiciona la libre convivencia de la mujer consigo misma y con el género opuesto, sin el cual es etiquetada con el clisé social.
El discrimen de género que la condena a explotación laboral con salario inferior al masculino; la represión contra su participación politica y persecución cuando abraza causas revolucionarias, son las formas más oprobiosas de violencia contra la mujer. Impelida de asumir su rol familiar y social, la mujer debe elegir el camino entre un ideal de sociedad incluyente, plural y democrática o los viejos paradigmas del capitalismo deshumanizado, machista y excluyente.
Tarde enseña la vida a la mujer a amar con su fuerza y no con su debilidad, pero aquello supone superar la sumisión de género para asumir el pleno manejo de su emotividad como de su razón. Los avatares de la vida sojuzgada la hacen huirse de sí misma, no encontrarse. Es la discriminación que la empuja a renunciar y no afirmarse. En esas disyuntivas irresueltas, la mujer debe amar -se siente llamada a hacerlo- a sus padres, hermanos, pareja e hijos, pero el amor bajo su condición de mujer sometida se vuelve un mortal peligro. Una irónica negación de la vida y la sentencia de la mujer rota -que alude Simone Beauvoir- se cumple como tragedia, cuando no, como destino.
Cuadros Modigliani y Pavel Égüez