Alguna vez el presidente Lenin Moreno dijo que la cultura en 10 años no había sido capaz de «cambiar el ser nacional», ese sujeto identitario del que todos somos parte y que se expresa en las señas particulares de los ecuatorianos. La pregunta de cajón: ¿a quién corresponde cambiar el ser nacional, el sujeto histórico ecuatorial, a la cultura o a la educación? A simple vista la cultura se relaciona con la identidad, la expresión de un pueblo, pero lo hace de manera espontánea en la cotidianeidad del diario vivir; mientras que la educación, en esa misma diaria cotidianeidad, se propone explícitamente forjar ciudadanía, seres con células identitarias, ecuatorianidad pura y dura, a través de un paradigma educativo donde se modela el ser social.
Y por definición, la educación es una tarea transformadora, una apuesta por el cambio de los valores educacionales, creación de una propuesta distinta que incube una nueva educación. El desafío comienza con la necesidad de reconocer la resistencia al cambio que predomina en un sustrato inamovible de ciertas sociedades.
El caso chileno en los años setenta es representativo, cuando el gobierno de Salvador Allende se propuso un cambio educacional profundo acuñado por el proyecto de Escuela Nacional Unificada ENU que pretendió revolucionar el sistema educativo chileno. No solo que no se logró, sino que además constituye el principio del fin del gobierno de la Unidad Popular. En 1970 existía consenso respecto de que la educación nacional tenía problemas de descoordinación entre sus niveles básico, medio y universitario debido a la segmentación de la administración educacional, déficit presupuestarios importantes, ausencia de organismos de participación de las comunidades escolares (profesores, apoderados y alumnos).
Luego de reflexiones que incluyeron a diversos actores como docentes, estudiantes, padres y organizaciones sociales se concluyó que la educación debía ser permanente (desde el nivel preescolar y durante toda la vida), democrática, participativa, pluralista y acorde con las necesidades económicas del país. El proyecto generó muchas resistencias al sospecharse que detrás de él existía el propósito de instalar una educación ideologizante de tipo socialista. Sectores conservadores de la iglesia y empresas privadas defendieron a capa y espada sus propiedades en el sistema educativo privado más poderoso de América Latina, cuyos representantes acusaron a Allende de pretender imponer la doctrina comunista en la educación del país.
En Ecuador ocurre algo similar, pero de manera diferente. La educación cuenta con el más amplio presupuesto del Estado, no obstante la infraestructura educativa en regiones como la Amazonia, entre otras, “es históricamente un desastre”. La conculcación de derechos imperante en el sistema, la violencia entre pares o ejercida desde personajes jerárquicos -docentes y administrativos-, habla a las claras de las taras que arrastra el sistema. La impunidad reinante frente a los delitos sexuales señalados por una comisión de la Asamblea Nacional para investigar casos de violencia sexual, así lo confirman. La decidia de la ley para sancionar los delitos de violencia sexual y la escasa acción preventiva en temas de violencia, constituyen el sustrato sobre el cual se levanta el ser educativo nacional. Frente a esta herencia de un pasado que va más atrás de la década anterior, hay un antes y un ahora en temas de derechos educativos. Las autoridades hacen bien en posicionar a un ministro -Fander Falconi- que llame al diálogo por una transformación educativa en términos de calidad y derechos.
Toda educación que pretende ser de calidad, debe plantearse los temas pendientes en derechos estudiantiles. No hay derechos sin calidad y calidad sin derechos. No hay derechos sin cobertura educativa y tampoco hay derechos sin acceso a la educación.
En la actual coyuntura, cuando es preciso afianzar una educación gratuita, de calidad y con amplia cobertura intercultural, la derecha política sostiene la peregrina idea de posicionar un «nuevo» ministro de educación que provoque regresión de derechos, como insinuó en su campaña el banquero Guillermo Lasso al hablar de establecer voucher o deudas impagables durante toda la vida. Y para tal propósito se valen de las aspiraciones oportunistas de un profesor con ínfulas trepadoras, para posicionarlo como eventual rector del sistema educativo. El apoyo de este docente a la candidatura presidencial de Lasso lo involucra en los propósitos del banquero de privatizar la educación fiscal del país. ¿Para eso pretenden tomarse el Ministerio de Educación?
Es imperativo canalizar la necesidad de transformación de la educación en favor y no en contra de la comunidad educativa. Estamos hablando de la necesidad de realizar un diálogo nacional con acuerdos mínimos sobre calidad sustentada en el ejercicio de derechos educativos. Este diálogo ciudadano en democracia deberá bogar por la transformación y eliminación de las trabas heredadas por un sistema obsoleto que se volvió cómplice de la conculcación de derechos. Un acuerdo nacional impulsado por la entidad rectora de la educación en el seno de la comunidad educativa, podría dar frutos en calidad, cobertura y derechos, siempre y cuando el debate se traslade al conjunto de la sociedad con activa participación de estudiantes, padres y docentes.
El proceso de diálogo puede ser una inmejorable oportunidad de plasmar -por acuerdo nacional- los aspectos más relevantes para la trasformación educativa. O la educación es un agente renovador o se anquilosa en meras expectativas teóricas de «cambiar el ser nacional». Los casos chileno y ecuatoriano tienen en común la respuesta furibunda de la derecha privatizadora, opuesta a toda transformación educativa desde el Estado, por una educación gratuita e incluyente, de calidad y con respeto a los derechos de los miembros de la comunidad educacional. Ojala esta vez la historia no se repita como farsa, peor como tragedia.